Amérrika

Amérrika es el fonema de la palabra ‘América’ pronunciada por un árabe. Es exactamente la misma palabra pero completamente distinta. De eso habla la última película de Cherien Davis, del drama de no encontrar un sitio en el mundo en el que sentirse en casa, de la ignorancia, de cómo el cristal por el que miramos define nuestra conciencia del mundo.

Muna y Fadi son madre e hijo. Viven en una Belén sitiada y dividida por muros violentos y controles de seguridad insistentes que convierten el trayecto de cinco minutos de casa al trabajo, en una ardua tarea protocolaria de miedo y desconfianza de más de dos horas. El temor constante a un atentado o a que su hijo muera de camino al colegio, hace que Muna abandone su trabajo en un banco y decida marcharse con Fadi a los Estados Unidos de América. A Illinois, donde reside su hermana desde hace 15 años.

Desde ese momento, el resto de metraje de ‘Amérrika’ es una carrera de obstáculos para Muna y Fadi. Una lucha contra las infinitas fronteras que hay que superar para que el resto te acepte sin prejuicios. Así, hay diálogos excelentes -no faltos de un humor irónico- en los que se respira ese miedo a lo extranjero que EE.UU. vive desde el 11-S. Una concatenación de barbaridades que hacen difícil la integración de ambas culturas.

Pese a que el mensaje de la película está muy claro y a la buena sensación que deja tras la última escena, ‘Amérrika’ es demasiado sutil en sus formas. Parece que mete el dedo en la llaga pidiendo permiso, sin querer molestar a nadie. Le falta la picardía de morder al espectador cuando menos se lo espere, con más crudeza. En cualquier caso, una historia muy recomendable que, como poco, les hará meditar sobre las insultantes diferencias que hay entre los pobres y nosotros. Una reflexión nada desdeñable estos días, cuando la tierra tiembla bajo los pies de otros.