Tiana y el Sapo

Hace unos años fisgoneé, en el MOMA de Nueva York, la conversación de dos modernos enfrascados en chalecos amarillos y zapatillas Converse doradas. Uno, el más finolis, le dijo al otro: “¡Qué belleza, qué fuerza!” Estaban postrados y babeantes frente a ‘Las señoritas de Avignon’. Tras unos segundo de éxtasis artístico, el otro subrayó: “Después de ver esto, ¿qué sentido tendría pintar como antes?” Por antes, entendí, se referían a pinceladas clásicas al óleo, tipo Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Botticceli y todos esos aprendices de artistas.

Ayer, precisamente, volví a pecar de cotilla metiéndome en las reflexiones de dos zagales de no más de 15 años, expertos de la vida, que discutían sobre la verdadera fotografía: “Claro que sí Obdulio -guardaremos su anonimato tras un nombre improbable-, es como si hoy quisieras hacer un retrato. ¡Nadie querría que viniera un pintor a su casa cuando puedes componer una imagen excelente con una Canon 350!”

Tiana y el Sapo es ése antes. Y suponer que la existencia de bellezas como ‘Up’ debería hacernos olvidar cualquier tiempo pasado es un error. El arte (cine, pintura, fotografía…) evoluciona y nadie está dispuesto a ponerle frenos. Pero nadie en su sano juicio le negaría a un genio que pintase la capilla sixtina. Ver Tiana y el Sapo es volver a la elástica del lápiz, a los personajes flexibles que adoptan posturas exageradas que despiertan la imaginación.

Si bien es cierto que el gran éxito de ‘Tiana y el Sapo’ está, curiosamente, en su forma. Lo artesanal destaca sobre una historia que es, por mucho que lo escondan, la misma historia de siempre. La misma Cenicienta que encuentra el amor de verdad en un Príncipe Azul que la encantará con un beso para obtener, al fin, el matrimonio perfecto. Sí, es cierto que se convierten en ranas y que el joven monarca está en bancarrota. Pero es lo mismo. La música, sin embargo, adopta un papel protagonista más allá de las canciones Disney: el jazz. Quizás el mejor ritmo desde los tiempos de Baloo y su fenomenal plátano.

Como película falla. Pero ver los dibujos es como reencontrarse con un viejo amigo o un profesor de la infancia. Ciertas tribus africanas dicen que tomar una fotografía roba el alma, mientras que pintar un retrato la ensancha.