Lo que nos gusta de Robin Hood

Robin de Loxley es muy real. Lo fue y lo será. Siempre estaremos rodeados de ricos concebidos por amores pagados en sucias esquinas a golpe de talonario. Niños que crecieron con la absoluta certeza de que su mando era inevitable y necesario. Su poder, pleno. Y su inteligencia, muy por encima del hombro del que escucha. Malditos ignorantes que amamantaron sus derechos y los del vecino para, más tarde, reclamar territorios ajenos con guerras que otros pelean.

Los hijos de Loxley llegaron al poder rápido y supieron aprovecharse de él. Ayuntamientos Elejidos que diseñaron un maravilloso, fructífero y corrupto futuro en familia. Constructores que abonaron la tierra con cemento hasta dejar sin sustento a miles y miles de familias que sólo pueden mirar al cielo y clamar justicia divina. Fumadores empedernidos de puros liados en billetes de tres cifras, sentados en una mesa empapelada con un mapa del mundo sobre el que clavar, por detrás, la flecha que hunda el yogurt del menos pensado. Por mucho que sea el mejor yogur del mundo. O sea el hogar de la progenie de Zeus. No importa. Nada importa a los descendientes de Loxley, ellos nacieron para reinar.

Su justicia siempre es justa porque ellos, ajustadas las corbatas a los jubones, reescriben los juramentos que otros jiñaron con plumas jadeantes de sangre y jodiendas ajenas. Y se ríen. Ríen a carcajadas mientras el pueblo se ufana en rellenar formularios que ellos prepararon a medida. Caminan por un sendero paralelo al del resto, sin alejarse demasiado para así poder juzgar con presteza y mano dura la falta de ética del vecino.

Lo que nos gusta de Robin Hood es el cambio. La radicalización de un personaje nacido rico, nacido Loxley, que decir corromper sus creencias vitales para ceder el poder al pueblo. Nos apasiona lo increíble. La posibilidad remota de que un día, un tal Julián Muñoz pudiera haber elegido ser un petirrojo encapuchado. Un héroe y no un villano.