Mi ceguera

Qué necesidad tenía de saber que murió. Díganme. Quiero esa razón tan primordial, tan urgente, tan vital. La ignorancia es un bien poco valorado y nadie les pidió que me informaran. ¿Acaso las páginas se pudrirán, las comas se harán ceniza y las letras olerán a viejo? ¿Tal vez dejen de latir las palabras? ¿Perderá sentido, olvidaré su nombre? “Saramago ha muerto”. Mienten.

Dicen que nadie escapa a los grandes placeres de la vida: el café solo, la cerveza en compañía, Miles Davis, el abrazo de otro, el beso de otra… Tarde o temprano, el universo termina dándote una sonora bofetada, imposible de esquivar. Ese goteo de maná llega con calma, en el momento preciso. Nunca pronto, nunca tarde.

No tienen por qué ser instantes místicos en los que una serie de casualidades consiguen cultivar su fe en un destino superior. Un día, simplemente, aparece un libro encima de la mesa. Alguien dice “léelo, te gustará”. Y la maquinaria conspiranoica te mece de orilla a orilla, como en un vals.

Esos chispazos de genialidad nos abren los ojos. Evitan una ceguera global, engendrada por la rutina y la falta de curiosidad –“empezamos a envejecer cuando perdemos la curiosidad”-, que nos convierte en reyes tuertos con ganas de seguir oteando nuevos horizontes. Perlas que inspiran a otros, como a Fernando Mirelles (‘El Jardinero Fiel’), que, en un ejercicio de alquimia, transmutó la palabra en fotograma con la inquietante ‘A Ciegas’ (2008).

Todos los elefantes mueren. Pero algunos son inmortales: “Dice aquí el primo maximiliano que salomón. La reina no lo dejó acabar, No quiero saberlo, gritó, no quiero saberlo. Y corrió a encerrarse en su cámara, donde lloró el resto del día” (‘El viaje del elefante’).