La guerra de Galloway

Uno de los trabajos que recuerdo con más cariño de la carrera fue un falso documental (no grabamos nada, sólo hicimos un esqueleto) sobre el posible origen de una Tercera Guerra Mundial. Belén Blázquez, la profesora de Relaciones Internacionales, nos lanzó el reto de analizar los puntos de conflicto en el mapa geopolítico y encontrar la que, a nuestro juicio, sería la chispa que encendería una mecha que abrasaría todo el planeta.

De aquél maravilloso desafío saqué tres lecciones inolvidables. Por lo pronto, una obviedad que suele pasarse por alto: el ser humano es capaz de hacer el mal. De elegir el mal a conciencia. Personajes como el de Nicolas Cage en ‘El señor de la guerra’ (Andrew Niccol, 2005) son muy reales. No les quepa duda: con la última locura de Kim Jong-il hay un hijo de puta que se está frotando las manos. Un decrépito fumador de puros que sobrevuela las muertes de otros como la mosca que se endulza los morros con un buen montón de mierda.

Segunda conclusión: la verdad nos hará libres. Parece que siempre ha estado ahí, que es un bien consumado en todas las sociedades, pero el ‘periodismo’ es un trabajo vital -en el más estricto sentido de la palabra-. Necesitamos de palabras, voces e imágenes que narren el tiempo. Denuncias instantáneas contra el país que decide lanzar misiles contra su vecino y testigos de la llegada de los aviones yankis.

La decepcionante ‘Cuando éramos soldados’ (Mel Gibson, 2002) tenía, sin embargo, una escena preciosa. Galloway, un periodista convertido en soldado, abandona su fusil en mitad del asedio y recupera su cámara de fotos. Un sargento le dice: “No puedes hacer fotos ahí abajo, hijo, te juegas la vida”; “soy un no combatiente”, responde. “Lo siento, aquí todos combatimos… sea como sea”.

¿La tercera? Que me gustaría ser ese periodista. Galloway. Y que hacen falta más profesoras como Belén.