The Way (y III)

Había estado en una sala repleta de niños en su fase más impulsiva. Pero nunca en una abarrotada por ancianos. La experiencia, aunque no se lo crean, es parecida. Y creo que el misterio está en que los ojos que miran son extremos: el niño bota incontenible sobre la butaca para sentir el burbujeo del héroe que aniquila a sablazos a las bestias enemigas, porque sueña con lo que algún día será. El anciano agarra con fuerza el brazo de la butaca y estremece sus arrugas cuando sabe exactamente lo que siente el protagonista; han estado ahí.

Con los títulos de crédito sobre la pantalla el matrimonio que tenía detrás siguen impertérritos frente a la proyección. El resto de espectadores -un número muy considerable- abandona poco a poco la sala, comentando, con decoro y sin alzar la voz, la película. Cuando el silencio de ausencia se impuso al silencio de respeto -muy distintos-, él le dijo a ella:

-¿Te acuerdas?

-Cómo me iba a olvidar, no soy tan vieja.

-Pero ése es el problema…

-¿Cuál?

-Que sí somos tan viejos.

-Pero estuvimos allí -consuela-.

-Sí, lo hicimos.

Entonces nos imaginé a todos, dentro de muchos años, emocionados de esa manera después de ver una película que no es una joya ni un ejercicio de originalidad. Es sólo una historia para compartir. Al llegar a casa abrí la libreta que llevé al Camino de Santiago y releí el poema en tres partes que coronaba la entrada de los albergues. Terminaba así:

(III)Tu Camino va a Santiago, y tú…

¿a dónde vas?

Hace un año empecé siendo y ahora quiero ser. Gracias por leer este rincón que hoy cumple trescientos sesenta y cinco días. Que viva el cine, que vivan las historias. Buen camino.