Robar mi suerte

Entiéndanlo, no soy Punset y no puedo dar una explicación científica del asunto. Supongo que debe estar relacionado con el hecho de hacerse rico sin trabajar. Pero cada vez que llega el sorteo de la Lotería de Navidad me entran ganas de convertirme en ladrón. No un vulgar carterista de esos que se ponen en la puerta de los cines a sacarle los cuartos a los imberbes fans de Harry Potter. Ni tampoco como político. Me imagino asaltando trenes y bancos cargados de lingotes de oro, preparando el golpe del siglo.

Culpen al cine, pero es que hay tantas protagonistas carismáticos en la profesión que es natural que uno se sienta llamado a formar parte del gremio. Es así: nos gustan las tinieblas. Los personajes puros, irónicamente, son los más imperfectos. El malo más malo que dispara sin pudor nos aterroriza. Y el bueno más bueno que reparte amor con esmero nos repugna. Contrabandistas que terminan liderando la Rebelión por la Galaxia o piratas que sueñan con surcar la libertad a bordo de la Perla Negra.

Ya que no me ha tocado El Gordo, llevo todo el día dándole vueltas al plan maestro. Primero pensé en colarme en alguna sucursal bancaria y aguantar el tipo debajo de una loseta mal puesta, como Clive Owen en ‘Plan Oculto’. Luego me percaté de que lo bonito de ejecutar un robo apoteósico es el poder hacerlo con amigos, con tu propia banda, y llamé a diez colegas para ver si se apuntaban. Yo sería el George Clooney de ‘Ocean´s Eleven’. Pero toda ilusión se marchó cuando me tacharon de loco y de violento (aunque les subrayé que nosotros nunca nos acercaríamos al estilo de la tropa de Ben Affleck en ‘Ciudad de Ladrones’).

No me miren así. Repasen la cara de felicidad que se les queda a los ladrones cuando se ingresan tropecientos millones en la cuenta corriente. ¿Quién no querría envejecer como Sean Connery en ‘La Trampa’? En fin, no se preocupen. Esta paranoía sisera se me pasará en unos días. Cuando los periódicos dejen de recordarme que la Lotería de Navidad pasó por mi lado y no me dio ni las gracias. Ains, qué cruz.