Lo que vale una entrada

El niño ha cruzado el umbral cogido de la mano de su padre. Van al cine y está feliz. Da la sensación de que no le importa nada en absoluto lo que va a ver. Le importa el hecho: ver una película, comer palomitas y descubrir, de reojo, las reacciones en la cara de su padre. Es un teatro sobre el teatro. Un arte que sucede en un espacio muy concreto, durante un tiempo preciso, con un final feliz.

Pero antes de que todo eso suceda, ambos, cómplices sanguíneos, escuchan de soslayo la conversación que mantiene una pandilla, en la cola de la tienda de comestibles del cine. Hablan de chicas, de novias, del beso que una le dio a otro y de lo imposible que les resultaba hacer no sé qué en no sé dónde. El padre, incómodo, intenta tapar la voz de los adolescentes con frases sueltas: «Hay gente, ¿eh?», «¿prefieres una fanta en vez de la coca cola?», «creo que nos va a gustar la peli…» Etcétera.

El zagal, sin embargo, no parece inmutarse con las retorcidas y sexuales anécdotas de los adolescentes ni de las infinitas metáforas, sinónimos y referencias que suscita la palabra ‘pene’. Antes de pagar, los jóvenes sueltan la última que, me permiten, les transcribo literal: «Yo a ésa me la follaba». El niño gira el cuello como un resorte, mira a su padre con los ojos como platos y se tapa la boca. Ambos guardan silencio hasta que salen de la cola y están en el pasillo.

–Hijo, esas cosas… Verás, esas cosas…

–Ya, papá, lo he visto. ¡Han gastado 24 euros en comida!

–¿Cómo?

–Los niños esos. 24 euros, papá… ¿Cuántas veces podríamos ir al cine con ese dinero?

Cosas que suceden mientras pasa lo que importa.