Lo esencial de James Horner

De alguna manera la música se volvió mía. Tararear la melodía era una forma más de trasladar al otro -o a nadie- que mi aventura estaba teniendo lugar. Hubo un tiempo, incluso, que creí con fe ciega que yo era el compositor de tan bella ilusión. Cabalgaba sobre la BH roja armado con una espada en forma de palo y conquistaba castillos alzados en higueras de verano. Y mientras sonaba ella, innata, en mi cabeza. Un grito desesperado por transformar la escena en un fotograma de ‘Willow’. Yo era Madmartigan, por Dios.

Y mientras algunos pagaban hasta tres o cuatro veces por entrar a ‘Titanic’, en 1997, yo agoté aquel curso sin conocer a Jack ni a Rose ni al barco que se hundía. Pero alguien dejó en mi discman su banda sonora y, sin haber visto nada, lo vi todo. Aún hoy, con las imágenes de la película de Cameron grabadas a fuego en la retina, vislumbro las sensaciones vírgenes de aquel cedé sonando una y otra vez.

Mi Fortaleza de la Soledad, a diferencia de la de Superman, no está construida sobre témpanos de hielo, sino sobre las notas de ‘Braveheart’. Cada vez que suena elevo un sólido castillo de libertades, entereza y oración. Allí me refugio para tomar decisiones, hacerme valiente y, de ser necesario, morir con dignidad. Nada me destruye ni atraviesa, la música me arma, me afianza. Me completa.

James Horner ha muerto sin saber que su trabajo cambió el rumbo de mi vida. Murió volando, como un Principito que insiste en acariciar las estrellas. De hecho fue él, Saint-Exupéry, quien escribió que “lo esencial es invisible a los ojos”. Hoy, cegado de admiración, me pregunto si lo esencial, tal vez, fuera cuestión de oído.

Descanse en paz, señor Horner.

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La leyenda de Christopher Lee

Christopher Lee pasó los últimos 93 años de su vida como un niño que jugara a ser leyenda. En los últimos treinta, sin embargo, mientras que algunos no hacíamos más que envejecer, él ha permanecido impasible al tiempo. Demonios, grabó un disco de Heavy Metal con más de noventa años. ¿Quién puede superar eso? De hecho, a los pocos minutos de conocer su muerte, este texto empezó a rular por Internet. Me parece increíble:

«Sir Christopher Lee: Fue Drácula. Fue enemigo de Bond. Fue Sherlock y Mycroft Holmes. Fue La Muerte. Fue Lucifer. Fue el Conde Dooku. Fue Saruman. Fuer Lord Summerisle. Grabó un disco de Heavy Metal dedicado a Carlo Magno. Cazó nazis durante la II Guerra Mundial. Fue agente secreto de una unidad llamada ‘The Ministry of Ungentlemanly Warfare’ (Ministerio de la Guerra poco Caballerosa). Cuando Peter Jacskon le dijo que imaginara cómo gritaría un hombre que está siendo apuñalado, respondió que no necesitaba imaginarlo. Hablaba con fluidez inglés, italiano, francés, alemán y español; tenía un nivel «muy alto» en sueco, ruso y griego. En chino mandarín, sin embargo, sólo podía charlar. Veamos si Chuck Norris puede superar esto».

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Digo más. Su currículum va más allá del cine ‘convencional’: le hemos visto en series de televisión, ha participado en decenas de películas de animación y fue una de las voces más solicitadas en el mundo del videojuego. Es que es alucinante. ¿No les parece puro genio? Hay ‘jóvenes’ de 40 años que no han entendido aún la importancia del videojuego o la animación o el cómic… Algo que Lee aprendió y practicó hasta el último día. ¿Quién podría llamarle ‘viejo’? Más bien sabio.

Tan solo espero que Sir Christopher tuviera un magnífico biógrafo. Alguien que atesore a buen recaudo diálogos, anécdotas y relatos varios de una vida que parece, a todas luces, el guion de una gran película.

Lo que muere con Nimoy

Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en que, unos segundos antes del fatídico desenlace, una gran bomba de luz salió de su cuerpo y navegó por el tiempo y el espacio hasta alcanzar una cabina azul que es más grande por dentro que por fuera y que salió, renovado, con otro rostro pero con el mismo espíritu.

Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en sus últimas palabras y no cuesta escuchar la respuesta innata con la que volvió a enamorar a esa princesa galáctica de pelos ensaimados antes de quedar petrificado en un ataúd de carbonita: “lo sé”.

Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en cómo pilotó la nave, en los últimos minutos de la odisea espacial, para conseguir comprender el mensaje que va más allá de la comprensión humana, un mensaje que se diluye en la ignorancia de las lágrimas en la lluvia.

Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en la vez que rescató a la humanidad, reducida a unos pocos miles, a lomos de un arca de la esperanza, la Galactica, que aceptó sus órdenes bajo la consigna del honor, el deber y la gloria: “¡así decimos todos!”

Cuando uno ve morir a Leonard Nimoy piensa en Nostromo, en Delorean, en la familia Bishop, en el puño cerrado de la estatua de la libertad, en John Connor, en el dedo de Elliot, en la pastilla azul, en las luces al final de la carretera… Y piensa, convencido, que el Señor Nimoy es la inmortal imagen de la ciencia-ficción de una era. Para llegar con audacia donde ningún otro hombre ha llegado jamás.

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Attenboroughs

‘La Gran Evasión’ es una de las películas de mi vida. Gracias a ella descubrí que las historias de escapadas, rescates y liberaciones guardan un espíritu, una metáfora, que, sin saber cómo ni por qué, todo el mundo entiende. Incluso un niño que no alcanza al tarro de las galletas. Creo que desde que somos conscientes de la vida aprehendemos que cada barrera superada es parte del milagro. Es como si viviéramos en una prisión formada de otras prisiones más grandes, como muñecas rusas que se engullen unas a otras; cada vez que conseguimos escapar de una, encontramos un reto más imponente. Estamos en continua escapada. Ya sea por los límites del parque, la altura del tarro de galletas, la dificultad de un examen, la búsqueda de la vocación, la comodidad familiar, una jubilación plena… Una muerte digna. Ver a alguien -a un héroe o a un villano o a ambos juntos- escapar de una prisión es un disparo rápido y fulminante a la parte del cerebro que gestiona nuestros retos. Ver a alguien superar cualquier prisión es una inspiración para escapar de todas las demás.

Fue en Primero o Segundo de BUP (lo que ahora sería Tercero o Cuarto de ESO). El profesor entró en clase cargado con el carro de las películas. Nos encantaba cuando entraban con el carro de las películas (¿recuerdan cuando había que pedir voluntarios para mover la televisión, ese enorme cubo que ahora sería ridículamente impensable?). Eso significaba que íbamos a ver un vídeo, lo que implicaba que no había que tomar apuntes y que podías enroscarte entre los brazos para disfrutar plácidamente de la película que fuera. La gran sorpresa fue lo que íbamos a ver: ‘Gandhi’. El profesor de Religión creía que la película sería la mejor clase posible para descubrir la figura del pacifista. Confesaré, si no mal recuerdo, que a la inmensa mayoría de mis compañeros le pareció un coñazo supino (tardamos tres clases enteras en ver la película). A mí me encantó. Después de todo, también era una huida hacia delante, una gran escapada.

Gandhi hacía la guerra de la paz. Quién le iba a decir que sus palabras terminarían alumbrando los cafés de la mañana en los sobres de azúcar.

Hace no tantos años –o eso me gustaría creer– comenté ‘Parque Jurásico’ con un amigo. Me decía que desde que vio la cinta se dedicaba a contar ‘Attenboroughs’ por la calle. «Sí, hombre, son ese tipo de ancianos que parecen directores de un parque de dinosaurios: calva, barba blanca y ropa del Coronel Tapioca». Le pregunté qué más películas había hecho Richard Attenborough y me miró extrañado. «¿En serio?», decía, «¿Atteborough? Tío, ¿no te suena? ¿El comandante Roger Bartlett de ‘La gran escapada’? ¿El director de ‘Gandhi’? ¿Hola?»

Fue uno de esos momentos en los que descubres que eres un ignorante.

Descanse en paz, señor Attenborough. Sin saberlo, le admiré desde el principio.

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Robin Williams. Oh, capitán

Si cierran los ojos al viento escucharan una voz, acaso un susurro, que se colará entre sus huesos y entre sus órganos y entre sus ojos y entre todas las cosas que componen el alma. Una voz que brota de una foto en blanco y negro para recordar que la vida es un suspiro y que los errores son la tinta de la poesía. «Carpe diem», dice la voz. «Carpe diem, aprovecha el momento». Palabras que estallan como la trompeta en el cuartel de aquellos que soñamos con ser poetas y nos quedamos en los estúpidos que, a poco que se nos dé la oportunidad, saltamos sobre el pupitre y brindamos por el Capitán.

 

 

Fue en un videoclub –uno de esos altares de dioses americanos relegados al olvido– donde Popeye guiñó su pipa y los niños decidimos que viajaría con nosotros. Cómo no gritar eufórico, delante de un micro improvisado, «¡Buenos días, Vietnam!»; cómo no imaginar que la niñera tiene pito; cómo no tirar los dados y rezar para que el mundo se abriera bajo nuestros pies y que por fin nos saliera barba; por Dios, cómo no frotar la lámpara de la cocina para escuchar al Genio cantar su genialidad.

Así es todo, contradictorio. Un tipo que fuera de los escenarios sangró desconsolado por las adicciones que le consumieron, ha sido, también, un maestro de la vida. Lo que le convierte, inevitablemente, en un intérprete formidable. Una inspiración constante que forjó vocaciones en las letras y en las ciencias, cargando libros y vistiendo saludables narices de payaso.

¿Recuerdan aquella vez que nos sentamos en un banco y nos empujó a salir al mundo, a experimentar la teoría? «Eres un crío que en realidad no tienes ni idea de lo que hablas –sus palabras, como derechazos que se hunden en el saco–. No puedes decirme lo que se siente cuando te levantas con una mujer y te invade la felicidad. Veo a un chaval, creído y cagado de miedo».

 

Quizás hoy, porque hoy es hoy y la crisis fluye y las horas agotan y nadie hace lo que supone que debería hacer porque hoy es hoy y el mañana nos asusta, quizás por eso, las clases del señor Keating tengan más sentido que nunca: «Carpe Diem. Porque seremos pasto de los gusanos, porque, lo crean o no, todos los que estamos en esta sala dejaremos de respirar, nos enfriaremos y moriremos. Invencibles, como ustedes se sienten, destinados a grandes cosas, pero que esperaron demasiado para cumplir sus destinos».

Robin Williams.

Joder, el puto Peter Pan –las Perseidas lloran el camino a Nunca Jamás–.

Ya eres un poeta muerto.

Te echaremos de menos, capitán. Oh, el capitán.

«Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta (Tú mueves, chaval)»

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