Nebraska, de Alexander Payne

Lo extraordinario del ser humano es su omnipotente capacidad para convertir las mentiras en prólogos de la verdad. Es cuestión de creer, de mutar la mirada y afinar el oído, de llevar la contraria con suficiente consistencia, para que el cielo sea naranja o el universo una burbuja diminuta. Alexander Payne (‘Los descendientes’, ‘Entre copas’) sigue profundizando en su gran obsesión como narrador: la herencia. Y lo hace a través del sincero amor de un hijo hacia su padre y del respeto manifiesto a las mentiras que nos hacen más verdad.

Nebraska’ es el final de un camino de baldosas amarillas. Un lugar en el mapa y una utopía por la que Woody Grant (Bruce Dern, ‘Django desencadenado’), un anciano alcohólico con problemas mentales, está dispuesto a abandonarlo todo. Literalmente. Está empeñado en viajar hasta la ciudad de Lincoln, en Nebraska, tras recibir una carta en la que se le informa de que es el ganador de un millón de dólares si se suscribe a una revista. Típica publicidad falsa (hoy muy presente en los correos electrónicos) que el bueno de Woody decide tomar como cierta, pese a las maldiciones de su esposa Kate (June Squibb, ‘A propósito de Schmidt’). Sin embargo, su hijo David (Will Forte, ‘Desmadre de padre’) decide que el empeño y la locura de su padre son una excusa fantástica para huir de una rutina asfixiante.

El viaje de la familia Grant es un precioso reflejo de la relación entre padres e hijos. ‘Nebraska’ combina la melancolía del recuerdo, perfectamente plasmada con un metraje en completo blanco y negro, con la miserable sociedad del capitalismo, enraizada en pueblos y capitales. Una extraña mezcla de humor satírico y drama existencial que dibujará una entrañable sonrisa en el espectador.

Bruce Dern es, por derecho, el espíritu y la justificación de toda la película. Una interpretación portentosa que nos transporta de un extremo a otro, de la compasión y la lástima al orgullo y la comprensión. Creer en mentiras como ‘Nebraska’ es creer en una verdad tremendamente humana: soy lo que fue mi padre y seré lo que será mi hijo.

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Los descendientes (II)

Seguro que saben a lo que me refiero: los peores días nunca lo son por una única razón. Suspendes el examen que llevabas meses preparando, perdiste el autobús de vuelta a casa, una multa estropea el debe y el haber, el de Movistar te despierta de la siesta, el niño se pone malo, ingresan a la abuela, hay que operar de urgencia a tu padre, muere el perro y te preguntas: ¿por qué todo me pasa a mí? Esas rachas forman grandes nubarrones que amargan la vida y nos ponen en dura liza contra el optimismo, encharcando cualquier intento de llenar el vaso.

Así arranca ‘Los descendientes’, con la voz de Matt King (George Clooney) aclarando la situación: “Mis amigos me dicen que tengo suerte de vivir en Hawai. Yo les respondo que aquí también llueve”. Desde el primer minuto, el cielo del paraíso hawaino se cubre de un manto de nubes -literal y metafóricamente hablando- que enturbian los azules, verdes y amarillos de un lugar “perfecto”. La mujer de King tiene un accidente que la deja en coma, un lamentable suceso que desvelará una serie de miserias difíciles de asimilar. Matt, abogado y heredero de un enorme terreno, engarzará a sus hijas, sus primos, su tierra, sus sueños y sus defectos para afrontar el camino de vuelta a la vida.

Alexander Payne (‘Entre Copas’, ‘A propósito de Schmidt’, ‘Election’) dirige la catarsis de George Clooney. Una preciosa oda a la imperfección y al complejo entramado de nexos que forman el espíritu del ser humano. Una película trascendente que guarda su mayor éxito en la aparente sencillez de la historia, un guion que se deja enriquecer por la experiencia personal y que eleva a la categoría de arte la empatía de un George Clooney magistral capaz de robarnos la sonrisa y de lanzarnos al llanto en una misma escena.

Y está el poso. La bella reflexión que acompaña al espectador más allá de la butaca. Que sigue y seguirá perenne en cada uno de los pasos que demos sobre la tierra, forjando una huella que sobreviva al tiempo, que no se borre ni marchite, que, pese a los errores y las miserias, mantenga viva nuestra herencia. La nuestra y la de todos.

‘Los descendientes’. Un rayo de luz entre tanta nube. Imprescindible.

Los Descendientes (I)

No recuerdo si fueron unos Mai-Tais hawaianos o unas cervezas Alhambra. Puede que ninguna de las dos. O ambas. Pero allí estábamos, borrachos de sueños, hablando de las promesas que aguardaban a la vuelta de septiembre. Éramos dos jovenzuelos que saboreaban las futuras mieles del éxito, poco antes de ingresar en la Universidad, contemplando las olas del mar. Si alguna vez tuvieron una charla como esta, sabrán a lo que me refiero; ese gusanillo que se revuelve en el estómago al pronunciar cada palabra: las mujeres que amaríamos, los lugares que conquistaríamos, las ideas que alumbraríamos. El tiempo que sería leyenda.

Los dos, inspirados por las musas de la ambición, coincidimos en cuál sería, a partir de entonces, nuestra gran preocupación: “dejar huella”.

-Yo quiero mirar atrás y saber que he construido algo que merecía la pena. Un algo, no sé qué, que al verlo sienta que no fui uno más. Dejar huella.

El bueno de Carlos iba para arquitecto. Y lo consiguió. Ha pasado mucho tiempo desde aquellas palabras, pero más de una vez me he sorprendido rememorando aquella tarde, buscando en días grises la motivación que arranque las nubes del cielo y solee la tierra que espera mi pisotón.

‘Los Descendientes’ (Alexander Payne, ‘Entre Copas’) es una humilde e inspiradora historia de la vida que pasa en la tierra que pisamos. De principios y finales. Un compendio de emociones narradas con una cercanía extraordinaria y encarnadas por un tipo (George Clooney) que se debate entre el trabajo, la riqueza, la buena y la mala suerte, el amor, la herencia, la tierra y sus hijas. Y es, también, uno de esos ‘clics’ que devuelven, por un instante, a esa playa en la que juramos dejar huella. Sólo que, ahora, con la vista puesta en el mundo, la huella puede que no fuera lo que esperábamos. Puede que sea algo más grande y hermoso que aún está por llegar: los portadores de nuestro recuerdo, la descendencia.