Exodus: Dioses y Reyes

En el principio creó Ridley un plató incomparable en Almería y vio que era bueno. Y consideró que ese paraíso de proporciones bíblicas merecía ser el terreno donde se reescribiría una de las historias más grandes jamás contadas; y vio que era bueno. Luego dijo Ridley: vengan los intérpretes de una era, y reunió a Christian Bale (‘El caballero oscuro’), Joel Edgerton (‘El gran Gatsby’), Ben Kingsley (‘Iron Man 3’), Sigourney Weaver (‘Alien’), John Turturro (‘Barton Fink’) y María Valverde (‘Tres metros sobre el cielo’); y vio que era bueno. Y los mejores artesanos del planeta forjaron espadas, construyeron torres, edificaron una civilización. Y la música de Alberto Iglesias unificó el ecosistema. Y los ordenadores crearían la magia para obrar el pecado y el milagro. Y vio Ridley, que todo eso, era bueno.

Y entonces, usted y yo nos sentamos en la butaca, presenciamos ‘Exodus: Dioses y Reyes’ y nada se mueve. Nada conmueve. Nada eleva el espíritu. Nada hay humano entre tanta divinidad. Nada hace creer, nada multiplica el pan, nada inunda la mirada, nada emociona. Nada trasciende. Es fría. Una película ajena, mecánica y ejecutiva. Una película creada para imprimir carteles, vender entradas y pasar a otra cosa. Bien hecha. Sí. Tan bien hecha como el zorro de un taxidermista que decora la habitación del cazador. El mar se abre en dos y nada se ahoga.

Es difícil ver al director de ‘Blade Runner’, ‘Gladiator’ o ‘Alien, el octavo pasajero’, escondido en un producto como ‘Exodus: Dioses y Reyes’. Una cinta que debería asentarse sobre la emoción y la impresión constante, alcanza su clímax en los títulos de crédito, en la dedicatoria del propio Ridley Scott a su hermano fallecido hace dos año. Quizás la parte más honesta del film.

‘Exodus’ es una historia que conocemos a la perfección, cuyo único coraje reside en intentar describir plagas y milagros como sucesos racionales. Ni siquiera visualmente es demasiado placentera. Resulta hiriente, incluso, la utilización de los intérpretes como percha de venta, ya que la mayoría de ellos no dura más de dos escenas en pantalla (especialmente doloroso lo de Aaron Paul y Sigourney Weaver). Dos horas y media que no llegan, ni de cerca, a la grandeza de ‘El príncipe de Egipto’ (Dreamworks, 1998).

Almería está bella, por supuesto. En eso Ridley no se equivocaba. Era algo bueno.

 

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Éxodo a Almería

Cuenta la leyenda que, una noche de farra, una jovenzuela llegó a la fiesta que una amiga organizaba en un piso de la céntrica calle Elvira de Granada. Entre los invitados al jolgorio, se encontraba un mozalbete bien parecido que venía de allende los mares, de los Estados Unidos de América. La moza observó, para su asombro, que nadie hablaba con él y que todos, para más inri, le miraban con cierta extrañeza. Así que ella, muy dispuesta, se acercó con una copichuela en la mano e inició una amigable charla que se alargó durante gran parte de la noche. Cuando el muchachete yanqui abandonó la fiesta, los asistentes se despidieron con una efusividad pasmosa. Nuestra protagonista, intrigada, preguntó por qué la gente aplaudía su marcha como si fuera una estrella del cine. A lo que le respondieron con tres palabras: «¡Porque lo es!»

Esta zagala anónima pasó la noche charlando con Aaron Paul, Jesse Pinkman en ‘Breaking Bad’, que se encontraba rodando en Almería ‘Exodus: Dioses y Reyes’. Fue hace casi un año, en octubre de 2013. Una divertida anécdota que, estoy seguro, se repitió en infinidad de ocasiones en Almería. Y les voy a decir una cosa: Almería está para presumir. La provincia se ha convertido en uno de los platós más envidiados de todo el mundo y está acaparando la atención de los principales productores cinematográficos. Lo habrán oído cientos de veces, pero merece la pena repetirlo una vez más: Almería, tierra de cine.

Hollywood lleva años haciendo su propio éxodo a otros países del globo. Las productoras apuestan por alejarse de USA para evitar filtraciones y abusos de la prensa y para, además, aportar una mayor tranquilidad y concentración a las estrellas. Sin ir más lejos, es el caso del Episodio VII de La Guerra de las Galaxias, que tiene instalada su base de operaciones en Londres.

Hoy tendrá un encanto especial ir al cine a ver ‘Exodus: Dioses y Reyes’ –más para los almerienses–. Un encanto que se va a repetir en muchas más ocasiones en los próximos años. Por cierto, ya puestos, un mensaje para ti, J.J., que sé que nos lees: trae Star Wars a Almería, hombre ya.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados (II), el quinto Beatle

Los errores son parte del milagro. Y el milagro no es más que una diminuta muesca en el calendario. La película de David Trueba es un precioso viaje a través de los errores de tres héroes de la normalidad, tres principiantes que buscan –como diría Luppi– su lugar en el mundo. O su camino, quizás. Una carretera que pasa por Almería y que encierra una verdad más grande que el legado de Los Beatles: ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’.

El día que Antonio (Javier Cámara), un profesor de inglés, se agarra los machos para conocer a John Lennon, Belén (Natalia de Molina), una joven embarazada, huye de la norma impuesta y Juanjo (Francesc Colomer), un adolescente desubicado, prueba una ruta alternativa. Esta familia pasajera nacida de la casualidad –o del destino, si gustan– construye un relato precioso que encuentra, con facilidad, la empatía del espectador.

El espíritu de ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ es similar al de ‘Pequeña Miss Sunshine’ (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), cambiando a Alan Arkin y Abigain Breslin por Javier Cámara y Natalia de Molina. Y sin complejos, oiga: él, carismático e inspirador; ella, preciosa y entrañable (con una dulzura especial para los que ese acento nos suena tan cotidiano). Ambos encarnan una colorida gama de emociones, sin histrionismos, capaz de erizar el alma.

Si hay canciones que te salvan la vida, canciones que se gritan sacando la cabeza por la ventanilla del coche («Heeeelp!»), también hay películas que dignifican el cine. ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ es como la música que sonaba en el coche cuando te mareabas de viaje al pueblo: «alegre y triste, alegre y melancólico».

Trueba escribe un guión que acierta por lo que dice y por lo que calla. Una armonía de vivos diálogos y silencios cómplices que conjuga la misma magia que una banda de pop. Ellos –Trueba, Cámara, de Molina, Colomer y Almería– son, sin duda, el quinto Beatle.

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Desalysol Cristóbal

Para mí, su primer nombre fue Desalysol. Luego llegó el Cristóbal, acompañado por ese rostro emblemático repleto de arrugas cinceladas por el carisma. No llegamos a charlar con un café delante, como tantas veces se dejó caer en el teclado. Ni siquiera le vi en persona. Pero nos teníamos cariño. ¿Cómo se puede sentir esa amistad, esa cercanía, con una persona que nunca has visto? Supongo que detrás del ‘me gusta’ o del ‘sígueme’ de las redes sociales sí hay restos de humanidad. El domingo, cuando murió Cristóbal, lo sentí de verdad. Joder. Muy de verdad.

De Cristóbal García sé lo que he leído y lo que he visto de él. Es un actor. Un actor de raza, de convicción y vocación. Un hombre que no gozó de fama y fortuna internacional, pero que derrochó talento sobre las tablas del escenario y del set de rodaje. Por pura pasión. Y eso es un gran gozo. Dejen que les cuente cómo nos conocimos.

Como les decía, él apareció en mi muro de Facebook como ‘Desalysol Cristóbal’. Me escribió un mensaje para decirme que le gustaba el cine y que leía todos los días la columna. Me contó cosas que le gustaban y cosas que no, por el puro placer de hablar con alguien que, según creía, estaría dispuesto a mantener el diálogo. Y sí, lo estaba. Nos hicimos formalmente ‘amigos’ de Facebook y, de vez en cuando, comentábamos la película que fuera.

Mi sorpresa, propia de todo ignorante que se precie, llegó cuando descubrí su trabajo como actor. Cristóbal compartía fotografías de rodajes muy a menudo, así como cuidados textos en los que analizaba una cinta o arengaba al gremio del cine. Con el paso del tiempo, convertimos en costumbre la visita obligatoria a los comentarios y enlaces que el otro sugería.

Me enteré de su edad, de su ‘otro’ trabajo y del cariño que tenía por su familia el mismo día en que murió. Éramos dos personajes ajenos el uno del otro que habían encontrado un escenario común. Echaré de menos esa risa contagiosa que nunca escuché. Qué buen humor tenía el muy canalla. De verdad que lo siento, Cristóbal. Buen viaje.

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A modo de recuerdo, el tráiler de uno de sus últimos trabajos, ‘El hombre sin tiempo

Las Salinas de Almería

La semana pasada, Manuel Martín Cuenca (‘La flaqueza del bolchevique’, ‘Últimos testigos’) presentó en Almería ‘La mitad de Óscar’. Una película íntimamente relacionada con la provincia, tanto por su guion como por su implicación con el rodaje. No, aún no la he visto. Tiempo al tiempo. El caso es que, el otro día, mi amigo ‘El Marqués’ (le llamaremos así para no desvelar su identidad) me contó una divertida anécdota sobre la trastienda del film. La pena es que no sabré expresarlo con tanto gracejo como él, que es un artista, pero ahí va.

Sitúense: un completo equipo de profesionales se planta en la ciudad para rodar una película: ‘La mitad de Oscar’. Un centenar de personas dispuestos a dejarse la piel para contar una gran historia. Y, claro, la elección de Almería no era fortuita: allí están las salinas. Resulta que la sal es un elemento importantísimo para el sentido de la cinta.

Y, al llegar a las Salinas de Almería, no hay sal. Eso, como lo oyen. Ni cámaras ni luces ni acción. Que no hay ni un granito de sal. Así que con todo el tinglado montado y los actores esperando para salir a escena, un tipo avispado pregunta a un autóctono: «Mire usted, disculpe la intromisión –pudo decir–, la sal, ¿dónde queda?». El Fulanito almeriense en cuestión, contestó: «Sepa usted buen señor que hay un fuerte temporal de nieve en el norte de Europa y que un grupo de pudientes forasteros la han comprado para limpiar sus calles». «¿Osea, que no hay sal?» «Ni miaja».

Como la cosa no podía quedar así, las mentes pensantes revolvieron cielo y tierra para encontrar sal. Hasta que, con no pocas negociaciones, dieron con la clave: «La traeremos de Australia». ¡Australia, copón bendito! La sal de las Salinas de Almería en ‘La mitad de Óscar’ es de Australia. Toma castaña.

‘El Marqués’, cuando termina de contarlo, añade, con mucha chispa, «estas cosas sólo pasan en Almería». Pero yo no soy tan salao.