Llamada a la paz

Cada generación nace con sus propios traumas. ETA ha sido el nuestro. Nuestro miedo. Un miedo invisible, pero constante. Hemos huido como Robert Redford y Paul Newman de sus asaltantes en ‘Dos hombres y un destino’, sabiendo que los cazarrecompensas estaban detrás de la colina, pero siempre lejos, siempre intocables. Las balas han ido en una única dirección mientras nosotros sólo desenfundamos manos blancas al cielo, pidiendo al creador que este sinsentido llegara algún día a los títulos de crédito.

Cada gatillo apretado, cada amenaza, aparecía como una de esas notas que le recordaban a Guy Pearce dónde había estado la noche anterior. Un ‘Memento’ desagradable que despertaba a la ignorancia de un letargo inexistente. Las fotos de jóvenes radicales inscritos en universidades por toda España nos han hecho leer de reojo apellidos que no portaban ningún odio. No eran cylons ni replicantes. Tan injusto.

Aún resuena el escalofriante monólogo de Liam Neeson en ‘Cinco minutos de gloria’, película que relata el encuentro entre un ex terrorista del Ira y el niño que vio cómo asesinaban a su hermano, en Irlanda: “Matar a un católico era lo justo, lo adecuado, lo que había que hacer. Y por eso era fácil”. Neeson encarna la posibilidad de la redención, del cambio. De alguien que fue educado en unos valores arraigados e intransigentes y que consiguió superar la ceguera.

Hoy me siento un poco más cercano a Tim Robbins en ‘Cadena Perpetua’. El túnel que escarbamos en un rincón oscuro de la celda está a punto de ver la luz, de llevarnos lejos de los barrotes y de la esclavitud del titular. Lejos de la institucionalización. Me apetece bailar como Roberto Benigni en ‘La vida es bella’, feliz ante una muerte segura al ver que su hijo, su herencia, no sufrirá las consecuencias de su guerra.

“Eta anuncia un alto el fuego”. Si esto es un camelo, una quimera, un mundo programado por un ‘Matrix’ caprichoso y malintencionado, no me desenchufen todavía. Déjenme creer un poco más.