Ágora

Miramos al cielo en busca de la panorámica que nos haga entender. Soplamos al viento plegarias que nos definan reinos en la tierra y nombres santificados. Nos invitan a creer en la pureza y en la perfección, en el círculo. Somos círculos que naufragamos sobre otros círculos y construimos grandes torres que transforman la luz del Sol en la sombra y el cobijo que no nos dejan ver. Círculos con nombre de templo, monasterio, mezquita, palacio, oratorio, capilla, tamtra, oración, cruces, budhas, tridentes, candelabros, reencarnaciones y vidas eternas.

Llevamos siglos buscándonos en la perfección. ¿Y si, después de todo, lo que sea que implique la palabra Dios es, simplemente, imperfecto? ¿Y si somos óvalos de distintos tamaños y colores, exóticos, mezclados y originales? La inmensidad del Universo invita a clavar un punto fijo sobre lo que todo gire y de sentido. Las estrellas son la ciencia y la ciencia es, al fin, la vida: un reloj meditado y programado con raciocinio que, irónicamente, elige tener fe. Porque somos maravillosamente imperfectos. Eres el mayor de todos los dioses.

Todas las religiones tienen el mismo vicio en común: el amor. Y todas, sin excepción, matarían por él. Matan. El amor es la clave que los líderes convirtieron en excusa. Pero incluso cuando quitamos una vida seguimos siendo iguales. Hermanos. Todos culpables.

Al final de la película, con los créditos, el faro se apaga y, oscuros, las voces de siempre se alzan sobre el gallinero: “Si antes odiaba a la Iglesia, ahora la odio mucho más”. La chica, sin darse cuenta, había caido en la misma trampa que el resto de la Humanidad lleva siglos reescribiendo a sablazos: “Odio”. La Historia no culpa a ninguna cruz de la barbarie y no habla de tus creencias ni de las mías. Habla del “perdónales, porque no saben lo que hacen”. Habla de la belleza. Habla de lo iguales que somos cuando somos distintos. Habla de la imperfección. Habla de nosotros.