Viajar para contarlo

El cinéfilo nunca viaja solo. Incluso cuando no hay nadie a su lado. Una de las enfermedades más clásicas de los consumidores voraces de celuloide es la recreación del espacio. La capacidad viral de substraerse de la realidad palpable y añadir valores fílmicos a los rincones por los que se pasea. Tres pasos en la Quinta Avenida de Nueva York y King Kong sobresale del Empire State Building, Robert De Niro conduce un taxi y Woody Allen toca el saxo en Manhatan. Dos minutos frente a la Torre Eiffel y Superman sobrevuela el cielo mientras la tierra colapsa ante la guerra de los mundos. Una brizna de aire en las highlands escocesas y el eco de Wallace colorea con gaitas el verde infinito…

Al igual que se puede viajar con el cine (léase ‘Hasta donde el cine nos lleve’, de Jesús Lens y Francisco J. Ortiz; Ultramarina), el cine puede enriquecer el viaje. Este verano tuve la suerte de escaparme por Europa. Y, de entre el puñado de rincones preciosos, monumentos eternos y personas maravillosas, hubo un sitio que nunca podré olvidar. Jamás. Bajo el humillante lema de “el trabajo os hará libres”, Auschwitz es espeluznante. Otear su horizonte es abrumador. La melancolía aún impregna cada piedra, cada grano de arena, cada fotografía colgada en la pared.

Una de las zonas más sobrecogedoras es el crematorio. En mitad de un grupo de turistas desconcertados con nuestra propia raza, Steven Spielberg se hizo inevitable. El blanco y negro de ‘La lista de Schindler’ rodeó la habitación y nos convirtió en víctimas desnudas. Las paredes ahogaban. El techo caía sobre nosotros. La mera posibilidad de estar allí, rodeado de familiares y amigos, sospechando del aire que te da la vida, invitaba a orar. Dios.

Al volver a Cracovia cometí el error de odiar. De señalar con el dedo y afirmar: malditos alemanes, enfermos. Un par de noches después, en Praga, quiso la casualidad que se sentaran en nuestra mesa un grupo de estudiantes alemanes. Jóvenes, rondando la veintena. Charlamos un rato y, llegado el momento, como un resorte vital, les conté la experiencia en Auschwitz. Juro que jamás vi una expresión, un lamento, como el de sus miradas. Spielberg volvió para reprochar mi juicio anterior. “¿No has entendido nada?”