The Imitation Game (y III): la película

Antes, mucho antes de ser una sugerente forma de analizar nuestro mundo, ‘The Imitation Game‘ es una película impecable. Ya en 2011, Morten Tyldum, su director, me fascinó con ‘Headhunters’ -es un momento perfecto para descubrirla, si no lo han hecho ya-. Este noruego ha pegado con fuerza en las puertas de Hollywood, convirtiendo la épica de Alan Turing en una firme candidata a obtener casi cualquier premio que se proponga.

No sobra recordar que ‘The Imitation Game’ está basada en una historia real que sucedió durante la II Guerra Mundial y que se mantuvo en secreto hasta hace poco más de dos años. Turing, considerado el padre de la informática, es el motor de un film que es mucho más que una biografía. Este genio retraído y antisocial es el núcleo de una narración ambiciosa: la de una sociedad, la nuestra, que guarda milagros y errores en el mismo puño.

Lo magnífico del guión de Andrew Hodges y Graham Moore es que la inmersión es tan fundamental que no importa lo que crean conocer de la vida de Alan Turing, les absorberá igual (si no conocen nada, van a alucinar). Un guión magnífico que baila de una época a otra con fluidez y constancia, compilando las piezas del puzzle que construyen dos actores en estado de gracia: Benedict Cumberbatch y Keira Knightley.

Por supuesto, el trabajo de Tyldum es toda una proeza. Un montaje y una edición inteligentes convierten un gran relato en una película inolvidable (entre mis secuencias favoritas, la creación de ‘Christopher’, la máquina llamada a vencer a los nazis). Y la música… Maldito seas, Alexandre Desplat, eres un puñetero genio.

(L-R) KEIRA KNIGHTLEY and BENEDICT CUMBERBATCH star in THE IMITATION GAME

The Imitation Game (II): la sugerencia

La genialidad es un monstruo terrorífico a los ojos del ignorante. La ignorancia no es necesariamente un insulto, es una condición indispensable para cuestionar la norma. La norma es apropiada, decente y consensuada. Lo anormal, por contra, es raro, incómodo y desafiante. Si todos nos vistiéramos igual, habláramos igual y saboreáramos igual los colores, ¿quién inspiraría al resto a probar lo imposible?

No es a los genios a los que debemos temer, es a las certezas. La perspectiva, qué talento tan magnífico: ser capaz de mirar con empatía aquellas situaciones que la sociedad, por norma, ha tildado de indecentes: negros, mujeres, homosexuales… Aún hoy hay sociedades que castigan con puño de hierro a los gays confesos o a las mujeres que conducen o a los que huyen de una tierra asfixiada por la pobreza. Dios mío, hace poco más de cincuenta años, en Reino Unido, todavía era delito tener una tendencia sexual ‘equivocada’. ¿Se dan cuenta de la cantidad de ideas actuales que en cincuenta años serán tratadas de barbarie?

Y luego está la guerra. El terrible motor del mundo. ¿Cuántos inventos revolucionarios habrán nacido de la inversión militar? ¿Se imaginan si pusiéramos todo ese empeño en ‘mejorar’, simplemente, por el bien de la humanidad y no para vencer al enemigo? Por otro lado, quizás la clave no sea la guerra entendida como ejércitos enfrentados, sino como necesidad imperiosa. Tal vez, visto con perspectiva, la razón que impulsa la innovación más extraordinaria sea la crisis. Crisis es Primera Guerra Mundial, pero crisis es, también, una burbuja que explota y nos roba el estado del bienestar. ¿Lo ven? ¿Y si en este mismo momento hay un genio conspirando contra la norma? ¿Contra el enemigo? ¿Y si hay un genio aprovechando la crisis para llevarnos al siguiente paso de la evolución?

Perdonen el descontrol. Escribo sin pensar, como una máquina que intentara descifrar el mensaje. Un mensaje precioso y formidable. Un mensaje programado en una película bellísima que constantemente sugiere trillones de preguntas al espectador. Pero sí, hablemos sin relojes de la película de Morten Tyldum (‘Headhunters’), de la poderosa mirada de Alan Turing en el rostro de Benedict Cumberbatch (‘Sherlock’), hablemos, por favor, de ‘The Imitation Game‘. Qué genialidad.

(Continuará)

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The Imitation Game (I): el enigma

El cariño con el que recordamos nuestro primer ordenador invita a dudar sobre la humanidad de las máquinas. Las teclas, al principio, eran parte de un juego que nos hacía parecer niños listos, capaces de dar vida a Frankestein sobre un mundo de letras fáciles y verdes que parpadeaban misteriosamente; comandos mágicos difíciles de entender.

La vida se ha convertido en una sucesión de pantallas en las que nos vemos reflejados. Nosotros y las ideas que nos habitan. Una pantalla es capaz de mostrar lo mismo que cualquier espejo común abandonado en el pasillo de casa. Pero, también, capaz de descifrar esa imagen en forma de palabras, colores, archivos, programas, carpetas, juegos, chats, álbumes, canciones, vídeos y un sinfín de recuerdos digitales para que nadie se pierda en eso que conforma nuestra existencia.

El medio, como decía McLuhan, se convierte en el mensaje. Sin darnos cuenta, las máquinas -móviles, ordenadores, tabletas- son confesionarios personales, protectoras de lo más lúcido y lo más oscuro de nuestra alma. Si un disco duro guarda nuestra memoria más querida, ¿en qué nos convierte a nosotros? ¿Qué no es máquina y quién no es humano? El juego de la similitud, de la identidad, de la imitación: The Imitation Game.

A veces, mueves el ratón y navegas por la pantalla como si todo formara parte de un mismo peliculón. Una grande e imponente historia en la que hombres y máquinas compartimos protagonismo en una única red. Cada uno su historia. Historias que revolucionan el íntimo concepto del ser humano, de su sociedad, de este universo nuestro y su destino. Todo lo conseguido es parte de la solución de un problema mayor, de una ecuación mayor. De una herencia que vive siempre en el reflejo de la pantalla.

(Si tardan menos de seis minutos, me llaman.

Clave= P1-19; P2-20; P4-27; P4-43; P1-4; P1-42; P3-50; P4-81; P3-19; P1-45; P2-9; P1-55.

P3-34; P2-4; P4-62; P2-46; P4-54, P3-10, P3-55; P2-3; P2-72; P3-69; P3-70; P3-71: P4-19.)

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Sherlock, tercera temporada

Si Sherlock Holmes fuera espectador de su propia serie de televisión no tardaría más de dos segundos en descifrar el enigma: cada capítulo dura noventa minutos; los guiones están firmados por uno de los escritores más en forma de la actualidad audiovisual, Steven Moffat; los protagonistas son actores de primer orden, consagrados en las superproducciones más ambiciosas; pese al continuismo entre episodio y episodio, cada entrega de ‘Sherlock‘ tiene un principio y un final; y la realización, tanto en imagen como en sonido -después de verla, pasas días enteros tarareando la melodía-, es magistral.

¿No es evidente, estimados Watsons? ¡Sherlock no es una serie de televisión! ¡Es cine! ¡Gran cine!

Hace poco empezó a rular por Internet una fotografía de Benedict Cumberbatch y Robert Downey Jr. en la que se sugería al usuario que votase por su Sherlock Holmes favorito. Mi querido Iron Man, no hay color. Cumberbatch ha regenerado al personaje como nadie lo había hecho antes. La actualización del mito de Baker Street es tan acertada que cuesta encontrarle un pero. Bueno, quizás lo rápido que llega en el año y lo pronto que se marcha.

Se lo he dicho en varias ocasiones, si no han visto ‘Sherlock’ deberían hacerlo. Por tres razones: es entretenidísima, inteligente y emocionante. Además, es británica. Una localización que hace años hubiera pesado como una losa, pero que, hoy, es un piropo fundamental. No hay más que mirar a sus vecinas ‘Black Mirror’, ‘Misfits’, ‘Doctor Who’, ‘Broadchurch’, ‘Luther’… Hace poco leí, por cierto, a un crítico estadounidense decir que ‘True Detective’, la serie de moda de la HBO, tiene un cierto regusto británico.

De las tres temporadas que ‘Sherlock’ lleva con nosotros, la tercera es mi favorita. Y, en concreto, su segundo capítulo, que me fascinó de principio a fin con un guión repleto de idas y venidas de matrícula de honor. Aunque, claro, difícil competir con la cara de tonto que se me quedó en el clímax del tercero… En fin, sólo hay una pregunta efectiva, llegados a este punto: ¿por qué no han visto ‘Sherlock’ todavía?

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Agosto

La familia es un imán que no distingue polos: todo se adhiere con facilidad y despegar algo es un trauma. Es curioso cómo miramos con distancia a las familias que aparecen en la pantalla, poniendo tierra de por medio y zanjando con un gesto de la mano que eso, lo de la película, es ficción y no realidad. Me pregunto cuántas veces la pantalla actuará como un espejo. Porque, a ver, que levante la mano el que no tenga anécdotas graciosas en su casa; el que no haya vivido una tragedia absoluta, una cita embarazosa, un desatino entre clanes, un comentario que quedó grabado en las anales de la humanidad… Qué sé yo, eso son las familias, ¿no?

‘Agosto’ es la segunda película de John Wells (‘The Company Men’), director forjado en series de televisión de primera categoría (‘El ala oeste de la Casablanca’) que decidió rescatar el libreto de la obra de teatro y transformarlo en una película con un elenco de actores sensacional: Meryl Streep, Julia Roberts, Chris Cooper, Ewan McGregor, Sam Shepard, Juliette Lewis, Julianne Nicholson y Benedict Cumberbatch. Intérpretes que dominan el escenario, con un don de palabra excepcional idóneo para recitar cada uno de los constantes discursos del guión.

La cinta de Wells describe a la familia Weston, que después de varios años separados por pura vagancia, vuelven a cruzar sus caminos tras la muerte de su padre. Violet Weston (Streep), una madre enferma y desequilibrada, les hará sacar sus más oscuros traumas.

Y ya. ‘Agosto’ es un aburrimiento supino. Nada que ver con el entretenimiento que proponía ‘Un dios salvaje’ (Roman Polanski, 2011); tampoco es ‘poéticamente’ bella. Es, quizás por su intención constante de parecer real, excesiva. Incluso Meryl Streep es cargante. Carga el drama, la impotencia, la pesadez de las palabras, la angustia existencial de los habitantes de la casa… ‘Agosto’ es como una tarde del verano más caluroso de su vida, encerrado en un piso sin ventilación, discutiendo sobre la vida, sin hielo en el frigorífico y con todos los puestos de helados cerrados.

Todas las familias tendrán sus peculiaridades. Pero no hace falta contarlas de una manera tan insípida.

Film-Toronto Preview