St. Vincent (Bill Murray es un milagro)

Vida, obra y milagros de Bill Murray. Libro I. Capítulo I. Versículo primero: A Bill Murray le importa una mierda si se usa un vocabulario soez para hablar de su película. Le resbala la opinión que un trozo de papel pueda o no tener y, si por él fuera, utilizaría una honestidad brutal para decirnos a la cara lo miserable de nuestra existencia. Sin medias tintas. Porque a él, a Bill Murray, lo único que le importa es sentarse en una hamaca, al final del día, con un cigarro bien calzado en la mueca mientras canturrea con total libertad las letras de Bob Dylan. Bill Murray, ¿un santo?

St. Vincent’ es una película de pequeñas cosas. Pequeños detalles hábilmente repartidos por su director, Theodore Melfi, que engrasan un relato mundano que, sin embargo, toca el alma. Un relato que gira alrededor de Vin (Murray), un desaliñado, putero, alcóholico y ludópata anciano que malvive en una casucha destartalada con la única compañía de un gato feo y una lata de atún. Un pozo de tranquilidad que se altera el día que Maggie (Melissa McCarthy, ‘La boda de mi mejor amiga’), su vecina, le suplica que se convierta en el niñero de su su hijo Oliver (Jaeden Lieberher).

La complicidad entre Vin y Oliver juega a dos bandas, de la comedia de Daniel el Travieso y el Señor Wilson, a la entrañable crueldad de Walt Kowalski (Clint Eastwood) en ‘Gran Torino’. ‘St. Vincent’ es un magnífico ensayo sobre la complejidad del ser humano y sobre nuestra inenarrable capacidad para repugnar y maravillar en una sola vida. Pero, por encima de todo, es una oda a Bill Murray. El Señor Bill Murray. Un actor extraordinario que domina los tiempos, marca el tono y genera una relación directa y estrecha con el espectador basada en gestos sencillos repletos de contenido.

Murray saca lo mejor del resto de intérpretes, sobre todo de McCarthy y Naomi Watts (‘Lo Imposible’), ambas muy acertadas en papeles poco habituales para ellas. De hecho, él consagra la primera idea que presenta ‘St. Vincent’, a los pocos minutos de arrancar: me importa un bledo tu religión, pero quiero que creas en los milagros porque estamos rodeados de ellos. Algunos tan improbables como Bill Murray tumbado en su hamaca, con los cascos puestos, fumándose otra vez a Bob Dylan. Su refugio para la tormenta.

(Si ya has visto la película, vuelve a disfrutar en Youtube de la escena de los créditos: con ustedes, Bill Murray)

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7 lecciones de los Globos de Oro

Las nominaciones a la 72 edición de los Globos de Oro dejan una serie de certezas, quizás curiosidades, que bien merecen un subrayado. A saber:

1.- Hay dos nombres inesperados: Jennifer Aniston y Steve Carell, dos intérpretes que han forjado sus carreras al amparo de la comedia televisiva (‘Friends’ y ‘The Office’) que entran, con dos dramas, en la lista de lo mejor del año.

2.- Boyhood escribe una línea más en su mito cronológico. El que es, probablemente, el viaje en el tiempo más realista de la historia del Cine, consolida su estatus de ‘meta-película’. Es difícil que termine la temporada sin alguna que otra estatuilla en su vitrina.

3.- Sin embargo, mis apuestas para los grandes premios se centran en otra película que, sin haber visto, me genera un interés supremo: ‘Birdman’, de Iñárritu. Es una lástima que tengamos un atención mediática global pero un sistema de distribución de cine aislado de toda actualidad. Debería prohibirse tanta dilación entre el estreno en Estados Unidos y en el resto de países.

4.- Casi había olvidado lo magnífica que es ‘El Gran Hotel Budapest’. Le deseo lo mejor a Wes Anderson.

5.- Bill Murray es mucho más que un actor carismático que cae bien. Es un actor mayúsculo que, cada cierto tiempo, se reinventa como el ave fénix para darle un bofetón a prejuicios y estereotipos. No sólo está nominado por ‘St. Vincent’ en cine, también en televisión con ‘Olive Kitteridge’.

6.- Otro nombre: Uzo Aduba. La actriz da vida a Crazy Eyes en ‘Orange is the New Black. Un papel tan único y fascinante como el hecho de que la hayan nominado. Me alegro.

7.- Y por último, el lamento tópico y típico que, parece, no tiene remedio: ‘Interstellar’ sólo cuenta con una nominación, la banda sonora de Hans Zimmer. La ciencia-ficción es un género maldito.

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El Gran Hotel Budapest, un huésped atemporal

Un prólogo como un chasquido de hipnotista y, bualá, está usted inmerso en el rico imaginario de ‘El Gran Hotel Budapest’. Una película que inunda todos los sentidos, que agarra el espíritu y maravilla en forma y fondo. Un relato complejo y maravilloso, repleto de carisma, que convierte a dos sencillos perdedores en héroes de un mundo imposible. Qué bonita es, de verdad.

Wes Anderson inventa una Europa alternativa coronada por una institución de la educación, el estilo y clase: ‘El Gran Hotel Budapest’. Guiado por los escritos de Stefan Zweig, el director nos presenta a Gustave H. (Ralph Fiennes) y Zero (Tony Revolori), dos personajes que nacieron para compartir escena, como Sherlock Holmes y John Watson; como Butch Cassidy y Sundance Kid; como Woody y Buzz Lightyear.

Una complicada herencia implicará a Gustave, el director del Hotel Budapest, en una trama de traiciones, asesinatos y robos, que le obligarán a vivir una épica aventura donde humor, suspense, acción y fantasía se mezclan con toda naturalidad. El film de Anderson es un triunfo de la imaginación donde, al igual que en el Budapest, se cuida hasta el más mínimo detalle. Por ejemplo, el hecho de que el formato de la imagen cambien en función de la época que se nos esté narrando. O, también, la riqueza visual de cada plano que hace brillar aún más el talento del extraordinario elenco de intérpretes (desde Harvey Keitel hasta Bill Murray, pasando por Edward Norton, Saorsie Ronan, Owen Wilson, Willem Dafoe…).

En el centro de todo, en el origen de la creación, el hombre: Ralph Fiennes. Un personaje inconmensurable, de esos que tratan con educación a sus enemigos, recitan poesía siempre que hay oportunidad y, si es necesario, se baten en duelo por su honor y el de su cuadrilla. Fiennes es el cuerpo y Anderson la mente. Un juego perfecto que brilla por encima del medio, por encima del cine: ‘El Gran Hotel Budapest’ es una metáfora del Arte, de la creación, de la risa, del carisma, de la educación, de todo lo que, cada vez, importa menos.
Una de esas películas que quieres ver una y otra vez, a lo largo de tu vida, como el viajero que regresa al hotel cada cierto tiempo. La vería por su belleza formal. Por su infinidad de lecturas. Por Gustave y Zero. Porque me hace mejor persona. Y porque es rematadamente divertida.

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The Monuments Men

Si tuvieron un buen profesor de Arte, sabrán que la pintura, la escultura, la arquitectura o cualquier otra disciplina que defina y explique la verdad que rodea al ser humano, es nuestra huella más importante. Mejor aún: nuestra huella más trascendente. Cada era queda definida por la herencia que dejamos a través de lienzos, libros, películas, música… El Arte, esa oda a la importancia de lo inútil, se hace indispensable en una sociedad que prima el rédito instantáneo por encima de engrandecer la leyenda de la humanidad. ¿No les parece mágico perderse ante el retablo de la adoración del cordero místico, en Gante, igual que lo hicieron miles y miles de personas siglos atrás? Es nuestra manera de viajar en el tiempo.

The Monuments Men’ lanza una idea sobre la que pivota toda la historia: ¿morirías por una obra de arte? ¿Irías a la guerra para salvar las piezas de un museo? En los últimos meses de la II Guerra Mundial, el teniente Frank Stokes (George Clooney) reúne a un grupo de estudiosos para rescatar las obras de arte robadas por Hitler en nombre de la dictadura Nazi.
Matt Damon (‘Elysium’), Bill Murray (‘Atrapado en el tiempo’), John Goodman (‘Argo’), Jean Dujardin (‘The Artist’), Hugh Bonneville (‘Downton Abbey’) y Bob Balaban (‘Moonrise Kingdom’) son una suerte de ‘Los mercenarios’ intelectuales, entre los que destacan, muy por encima, Murray y Goodman –puro carisma–. Pese al empeño que ponen los actores en creerse la aventura, el guión, separado en pequeños capítulos, no ayuda a cohesionar la gran narración que cabía esperar.

Clooney escribe y dirige una película sencilla que entretiene lo justo, con una clara intención de trascender tanto como las obras de arte que sus protagonistas rescatan pero que, sin duda, se queda a medio camino. No funciona como comedia ni como película de acción ni como drama. ‘The Monuments Men’ conjuga una serie de elementos que, en teoría, deberían hacer de ella una cinta atractiva. Pero no deja de ser un intento fallido que pronto caerá en el olvido.

La reflexión sobre el Arte y su papel conciliador con la Historia y nuestros grandes errores, sin embargo, es de agradecer. Si se quedan con ganas de más, busquen un buen profesor.

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El día de la marmota, la canción inesperada

Me pregunto si no es todo al revés. Lo del día de la marmota, quiero decir. Hoy abrirán los ojos, mirarán al despertador y Sonny & Cher se colarán entres sus pestañas y todo lo demás: “Babe –uh ahah, uh ahah– I Got You Babe”. Pondrán los pies torpes sobre los calcetines de ayer, aún esparcidos por el suelo; el agua caliente se hace de rogar; la casa huele a café; las llaves, que te dejas las llaves; la chica de las menos cuarto gira la esquina, al lado de la tienda de ropa; buenos días, buenos días; ¿tienes listo lo que te pedí ayer?; ¡hasta mañana!; ¿Qué cenamos? ¿Te apetece ver una película?; Buenas noches; “I Got You Babe! I Got You Babe!”

Y vuelta a empezar. Uh ahah, uh ahah.

Si hoy volviera a ser ayer y mañana, si se confirmara la evolución y un día mirara al espejo y mi cara fuera la de Bill Murray en ‘Atrapado en el tiempo‘ (Harold Ramis, 1993), me lo tomaría como una bendición. ¿Ustedes no? Sería la manera más fácil de tomar otro camino, arriesgar en las decisiones cotidianas, convertir la rutina en pura épica social. Tal vez saldría a comer al aire libre, con un libro y algo de luz del sol. O aprovecharía la cobertura para mandar a freír espárragos a maleducados y gerifaltes altivos. O me iría a jugar un partido de baloncesto. O llamaría a mis amigos para tomar una cerveza como Dios manda, como las de antes, cuando nos preocupaba lo que sucedía en el universo y no lo que podría o no podría pasar.

Lo curioso es que cada día, cada jodida mañana, optamos por interpretar el mismo papel, el mismo guión, los mismos saludos… Caramba, ¿y si empezamos a vivir en el día de la marmota? ¿Y si a partir de hoy actuamos como si no importara tanto? ¿Y si cada día realizamos un acto de pura épica social, un giro inesperado, algo que nos haga reír como niños en el recreo?

El tiempo, precisamente el tiempo, se ocupa de colocar las piezas en su lugar oportuno. Y por más que pasen los años, por más que los traductores se empeñaran en ponerle un título más ‘español’, seguiremos refiriéndonos a ella como ‘El día de la marmota‘, una película imbricada en los recuerdos de todos. Incluso de los que aún no la han visto.

Feliz e inesperado 2 de febrero, feliz día de la marmota una y otra vez. Uh ahah, uh ahah.