Las voces de la gente buena

Sorbo el café con el sobre de azúcar en la mano: «No me preocupa el grito de los violentos, me preocupa el silencio de los buenos», dice Martin Luther, completamente desdibujado por las arrugas y las prisas del desayuno. Al lado, la portada del periódico retumba: «Atacan con bombas el maratón de Boston». La madrugada anterior, en Twitter, fue muy intensa. Desde que vimos los primeros vídeos compartidos por el Boston Globe, nos quedamos pegados a la pantalla. Puse la tele y peiné los cincuenta y tantos canales que me ofrecía la TDT en busca de un reducto informativo. Nada. No había casi nada. Tan solo ‘Futboleros’, en MarcaTv, realizaba un directo improvisado. Futboleros.

Mientras, en The New York Times cuelgan la primera galería de fotos. Y veo al hombre que ha perdido una pierna. En ideal.es ya tenemos el vídeo del instante exacto de la explosión. Escucho las voces, la angustia, los pasos del hombre mayor que frena su carrera y mira a sus espaldas, curioso y descolocado. Los minutos pasan rápido. Prosigue la incertidumbre y Obama sube a la palestra: ánimo a todos, buen trabajo de las fuerzas de seguridad, siento las pérdidas, no sabemos quién ha sido el autor. Es tarde, pero somos muchos los enganchados a la actualidad.

De repente nos sentimos parte. Compartimos enlaces, opinamos, valoramos, criticamos. Comparamos con la ficción, con ‘Homeland’, por ejemplo. La información sucede delante de nuestros ojos. Empatizamos con Boston. Entonces, leemos algo así: «Siento lo de la maratón, pero no olviden que eso pasa todos los días en otros países». Joder, pienso. Qué ganas de malmeter, insisto. ¿Por qué ése interés por quitarle importancia?

Amanece y bicheo los periódicos de la mañana. En una subsección, escondido entre otros titulares más grandes, leo: «Mueren cuatro personas en un atentado en Pakistán». Es cierto, hay clases. Nos unen más historias con el primer mundo. Lo sentimos nuestro y nos sentimos atacados. Pero tal vez no se trata de menospreciar, sino de repartir importancia. Igualdad. Empatía global. Si tan solo nos sintiéramos parte de la misma película, hijos de los mismos héroes. Pido un café.

Café-Bar Cinema, de Jesús Lens

El Café Nero es una de esas cafeterías modernas repletas de ‘gafapastas’ llamados a crear, bajo el intenso aroma de un caldo conciliador, una obra maestra en una servilleta de papel. Allí trabajé durante un año, en Londres. Así que cuando Jesús Lens me dijo que publicaba ‘Café-Bar Cinema’, un libro sobre las películas que honran a esos altares de la Vida, me sentí, irremediablemente, protagonista de la historia. Y, oigan, qué historia.

He de confesar que he leído ‘Café-Bar Cinema. Cafés, bares y clubes de película’ (Editorial Almed) con un apetito voraz, lo que ha propiciado que ingiriera sus casi 500 páginas a una velocidad de vértigo, como esas Alhambras Especiales fresquitas de las que tan orgullosamente habla su autor. El fantástico diálogo que Lens establece con el lector se basa en un valor que estará presente desde la primera a la última página del libro: empatía. No se trata de un discurso científico, frío y técnico. Estamos ante un retrato coral de la historia, el arte, la cultura y las costumbres que acompañan al Cine. Un derroche de cariño por algo más que una afición que sirve de punto de encuentro para el lector cinéfilo que, seguro, encontrará una sensación parecida al buen sabor de boca que deja una charla entre amigos en la barra de un bar.

Desde las teorías ‘antipropinas’ del Señor Rosa de ‘Reservoir Dogs’ hasta la refriega espacial en el Puerto de Moss Eisley de ‘La Guerra de las Galaxias’, pasando por ‘Airbag’, ‘After’, ‘Medianoche en París’, ‘Casablanca’, ‘Río Bravo’, Blade Runner’, ‘Escondidos en Brujas’… Y también series de televisión -con especial fijación en las genialidades de la HBO-: ‘Treme’, ‘The Wire’, ‘Perdidos’ y ‘Mad Men’. Un completísimo repaso que, además de gozarse como lectura, también puede emplearse como guía de visionado para el espectador que quiera descubrir grandes obras maestras.

Al cine y la televisión unan la desbordante pasión que Lens profesa por la música y obtendrán este hechizo alquímico en formato literario que les transportara por un rico mundo de experiencias, recuerdos y bares. Muchos bares.

Vale. Jesús Lens es mi amigo. Pero les digo una cosa: ojalá ‘Café-Bar Cinema’ estuviera escrito por un imbécil y prepotente autor moderno de intereses retorcidos y carisma putrefacta para que me creyeran, sin lugar a dudas, cuando digo que este libro es imprescindible.

El aroma del café

Triture los granos con dedicación. Coloque la cantidad adecuada en el filtro. Esa cantidad no debe ser nunca más de lo necesario ni menos de lo esperado. Presione sobre el mango con fuerza durante seis segundos. Tiempo suficiente para inhalar profundamente su aroma, sentirlo en el paladar y expulsarlo con una bocanada que viaja desde sus más íntimas entrañas. Estos seis segundos son la clave del éxito de su brebaje. Así como el buen herrero forjaba la espada pensando en el alma de su portador, el buen barista reflexiona en la conversación, en la unión de dos personas, en la magia, en el hechizo que supone descubrir los ojos del otro sobre una mirada empañada por una taza de café.

Una taza de café nunca se disfruta en soledad, incluso cuando no hay nadie al otro lado de la mesa. La dinámica del café siempre empujará al consumidor a revivir los sorbos de vida que una vez compartieron. Las preguntas siempre se harán antes de beber y las respuestas, después de un meditado acercamiento. La conversación será banal e intrascendente hasta que el café no lleve todos los condimentos elegidos por el consumidor: azúcar, sacarina, hielo, etc. Al terminar, las dos partes se sentirán hijos de un mismo grano y hermanos de una sola tierra.

Al barista le queda relegado el último y más grande placer. Cuando todos se hayan ido. Cuando las sillas estén vacías, las mesas relucientes, el suelo barrido. Cuando las tazas estén fregadas y colocadas en un estricto orden de tamaño. Cuando la leche descanse en el frigorífico y el café en el almacén. Cuando el cartel de cerrado anuncie la prórroga del desayuno de mañana. Cuando el barista baje la persiana y vuelva al hogar. Cuando salga de la ducha y remoje los pies en una sabrosa cena. Cuando estire su cuerpo y repose su cabeza sobre la almohada… Entonces, y sólo entonces, el barista llevará sus manos, unidas por los meñiques, hasta la nariz para disfrutar del perenne aroma que tantos amores ha presentado, tratos cerrado y recuerdos dibujado. El olor del café.

Polonia y Schindler

El mejor café de mi vida no vino de manos de un colombiano. Ni siquiera de un italiano. Era polaco. Dedos fríos, lejanos del mediterráneo y de la mar caliente y la sangre encendida. Él puso el café bien triturado y apretó con la fuerza necesaria –ni mucho ni poco, la cantidad exacta que sólo un buen barista sabría equilibrar en su cuerpo- para nivelar el grano. Pulsó el botón y el agua caliente hizo el resto del trabajo convirtiendo tierra marrón en magia contra el cansancio. Puro trámite de alquimistas. Una vez ocupado un tercio de la taza con café, vertió un tercio de espuma seguido de un tercio de leche –para que haga pompa- y lo colocó sobre un platito acompañado con una cuchara de metal. “Tu capuchino, José”.

Darek me puso aquél café después de una de las conversaciones más trascendentales que he tenido en mi vida. Acababa de llegar al trabajo y, mientras que nos poníamos el delantal y demás prendas de franquicia (Café Nero, el mejor café de Londres), le contaba que la noche anterior había vuelto a ver ‘La lista de Schindler’. “Es preciosa, Liam Neeson está genial y, al final, cuando sale la niña de rojo…” Él me mira con extrañeza. Confundido. Como el niño que sabe que su padre se equivoca pero no quiere llevarle la contraria. Al poco, habla: “No puedo ver esa película porque me recuerda a lo que me contaba mi abuelo. Mi abuelo, él estuvo allí… Anda, cuéntame otra cosa mientras te preparo un café”.

A veces no somos conscientes de que detrás de las historias hay vidas en juego. La empatía sigue siendo el gran hallazgo, la capacidad para sentir lo que otros sienten o han sentido, para hacerlo propio y no verlo como algo lejano, intocable y palpable sólo en fotografías. No es lo mismo ver ‘La Lista de Schindler’ y llorar por los polacos que fueron humillados y masacrados durante el periplo nazi, a ver ‘La Lista de Schindler’ sabiendo que familiares de la persona que te hizo el mejor café de tu vida lo sintieron en sus carnes. No lloras igual.

Ayer hablé con Darek, después de varios años. Estaba hundido. “Nuestro país… no hacemos más que estrellarnos”.