Qué voz, su voz. La voz (Constantino Romero)

Es una y son muchas; muchas caras que son indescriptibles con un único sentido. Sabe a una esencia, a una época de nocillas, phoskitos y calipos de fresa. Huele a lo que huele el salón de una casa, enmarañada sobre cojines que enfocan el VHS. Deslumbra como el pequeño flash que inicia el fotograma y eriza la piel como el rugido de una tormenta. Y se oye. Se oye por encima de los ruidos y las tempestades; se oye por encima del asombro y la ovación; se oye por encima del escandaloso sistema solar. Se oye siempre.

Constantino Romero ha conseguido que su voz, la voz, forme parte de la mitología moderna siendo él miembro de un gremio malavenido con los cinéfilos más empedernidos: el doblaje. Su voz reina en el imaginario colectivo como un bien de interés cultural, un hito atemporal íntimamente relacionado con una época gloriosa del cine.

Si alguna vez tuviera una conversación con él, intentaría por todos los medios robarle las frases que serían capaces de guiar una completa educación audiovisual. Empezaría por preguntarle su nombre: «Bond, James Bond», a lo Roger Moore. Preguntaría qué fue lo que vio en el cielo, en busca del Rutger Hauer de Blade Runner: «He visto cosas que vosotros no creeríais». Trataría de establecer un ciclo de la vida para empaparme de la lección con la que Mufasa encauza a Simba. Provocaría una despedida con añoranza, para escuchar a Arnold Schwarzenegger: «Sayonara, Baby». Y por supuesto, sin excusa ni teatro, rogaría al tiempo que es oro y al valor que es coraje, que recitará uno de los versos más trascendentes de la edad actual: «Luke, yo soy tu padre».

El bueno de Constantino se jubila y tengo la sensación de que nunca pagaremos con la moneda adecuada el carisma que ha dejado sobre el celuloide. Maldita sea, tantas veces escuchamos «volveré» que ahora cuesta creer que no vaya a volver. Supongo que voces así nunca se van del todo.

Qué voz, su voz. La voz. Es una y son muchas.