Crónicas Marcianas

De repente se hizo normal hablar de Marte. Entendí la ciencia ficción como una extensión palpable de la realidad, como un órgano latente que evoluciona paralelo a la verdad que vivimos con una verdad en la que podemos creer. No son láseres ni naves espaciales ni bichos verdes. No, al menos, solo eso: es fantasía, filosofía, ética, humanidad y arte.

Terminé de leer ‘Crónicas Marcianas’ hace poco, después de tantos años llamándome la atención sobre la estantería de la librería. Llego tarde, como es habitual. Ray Bradbury murió ayer y nunca le escribí uno de esos “gracias” que sabes que no leerá pero que intuyes que valdrá de algo. Y de eso se trata todo esto, de creer. La ciencia ficción inteligente, la que practicaba y predicaba Bradbury, es, en realidad, un medio fidedigno para estudiar al ser humano con los ojos del extraterrestre; para intuir hacia dónde vamos y cómo queremos ser.

En el libro, Bradbury convierte a nuestra raza en los alienígenas invasores que aterrizan en Marte ante la incrédula mirada de sus vecinos, gentes corrientes de ojos amarillos que se emocionan al escuchar un poco de jazz. Resulta fascinante cómo, al final, hablar de naves, astronautas, conquistas y tecnología solo tiene sentido si se basa en las emociones humanas. Y, más aún, descubrirnos a nosotros mismos como emigrantes en nuestra propia tierra, nómadas de un universo que viene y va ajeno a nuestras disposiciones. Porque al final, por mucho que evolucionemos, por mucho que estudiemos Economía, Ingeniería y Matemáticas, ninguna crisis tiene solución si no te pones en la piel del otro.

“Los humanos continuamos siendo imperfectos, peligrosos y terribles, y también maravillosos y fantásticos. Pero estamos aprendiendo a cambiar”

Descanse en paz, maestro Bradbury.