Rush (II)

La Fórmula 1 me aburre sobremanera. Si pudiera eliminar un deporte de la parrilla televisiva sería el ciclismo. Y luego la Fórmula 1. Qué sopor. Nunca entendí la pasión por el motor, la épica de los mecánicos ni la destreza de un piloto que construye sus victorias sobre músculos de metal. Supongo que mi ignorancia absoluta me impide ver la diversión en las vueltas rápidas y los cronos de clasificación. Así que que no era, a priori, una película para gente como yo. Aprecien como se merece, por favor, la siguiente declaración de amor: ‘Rush’ es una joya.

El film de Ron Howard (‘Una mente maravillosa’) es una constante carrera dentro y fuera de la pista. Una detallada descripción de la ambición, del deseo y de la victoria. De cómo nuestro peor enemigo puede ser, también, nuestra más grande motivación para no aceptar la derrota. ‘Rush’ es una habilidosa lección de narrativa, convirtiendo la historia que ya figura en los libros de texto en un guión sobresaliente sobre un montaje magistral.

La vida de los pilotos Niki Lauda (Daniel Brühl, ‘Malditos Bastardos’) y James Hunt (Chris Hemsworth, ‘Thor’) es una única pista que entrecruza sus carriles una y otra vez. El relato profundiza, más allá del deporte, en una idea universal y reconocible: no siempre gana el que llega primero. Así, los podios del campeonato del mundo solo son una parte de una carrera más grande e importante. Más humana.

Y es bella en lo técnico. Imposible no sobrecogerse cuando los motores arrancan y la lluvia choca sobre el visor del casco que una cámara imposible acaba de ponernos en la cabeza. Somos parte de la carrera, de la película, como el resto de los pilotos a los que nadie presta atención pero que están allí, corriendo por sus vidas, buscando su éxito.

‘Rush’ es la historia de dos perdedores que fueron campeones del mundo. Cualquier nominación al Oscar será merecida. Incluida la de Brühl, inolvidable Lauda, la única persona a la que envidié”.

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Rush (I), perseguirás a tu enemigo

Es el odio el que entorna tu pupila y concentra la mandíbula. Es la envidia la que estremece tu cuerpo y acelera el corazón, que trota tormentoso por travesías tramposas y tamtras truncados por triunfos forasteros. Es la ambición la que impregna la sien, la que gotea incesante a lo largo de una calurosa cuesta que asciende lenta, siseante, afincada en el escandaloso tic-tac, tic-tac, del cronómetro que desafía tu valía. Es el crujido de los dedos al apretar el puño y desear con todas tus fuerzas golpear en la cara a ese bastardo hijo de mala madre que atiende a su nuca y te ve a ti. Intentado ser él. Ese imbécil. El que va por delante. El enemigo.

Los hay siempre, a todas horas, del principio al final del día. Esos necios no cesan en su inefable empeño de presumir de comisuras y ocupar tu lugar en el podio. Su pupitre brilla con una constancia insultante y es su maldito nombre el que ocupará la lista de admitidos. En la oficina se sientan al lado de la mejor ventana, frescos en verano y soleados en invierno. Ante el jefe ponen verbos, adjetivos y sustantivos donde tú solo diste palabras. La grada les alaba al término del partido y corean su número con devoción mesiánica. En la pista, bailan como si la música estuviera compuesta para ellos y las botellas ligan solas. Padres comprometidos con la perfección de un hijo a su imagen y semejanza; abuelos que madrugan para sobornar al parque. Triunfadores.

Basta una rápida  pasada por el espejo para sentirlo: odio, envidia, ambición, puños. Llega un día en el que la ignorancia deja de existir y la felicidad requiere de una complejidad mayor. Nos sabemos buenos, motivados, inspirados por una fuerza superior que se ata a nuestro estómago como una cuerda al mástil, batiendo las alas pese a la marea, la tempestad, las olas y el fracaso. Sí, te dices en voz alta, lo sé, repites consciente, esto no tiene sentido. Pero el deseo manda por encima de la lógica y quieres ser más, quieres ser mejor, quieres vencer a ese engreído que corroe tu almohada.

Hasta que lo consigues. Hasta que alcanzas la cima más alta de la más alta montaña. Hasta que miras atrás y sientes cómo se concentra su pupila al verte aquí. Sientes el tronío del corazón, la mandíbula aplastante, el sudor que desemboca, los nudillos colocados. Odias no ser él, envidias su fortaleza y ambicionas su éxito. Sí. El jodido desgraciado te ha hecho mejor.

Mañana hablamos de ‘Rush’ (Ron Howard). Una joya.

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Eva (y II)

Si quisiera construir el robot perfecto, lo haría bueno. Me empeñaría en instalar programas de alegría, optimismo, cariño y generosidad. Le implantaría los plugins necesarios para que fuera trabajador, detallista y humilde. Para que honrara sus ideales, amara a sus hermanos y luchara por los indefensos. Claro que, si el objetivo fuera construir un robot humano, recrear el alma, buscaría errores. Imperfecciones.

‘Eva’ es una película de ciencia ficción. Y es española. Dos acepciones que no suelen funcionar juntas y que Kike Maíllo, en un ejercicio de alquimia emocional, unifica con sobriedad. El director nos ofrece un cuento que bebe de las teorías de Asimov, las lágrimas en la lluvia de Ridley Scott, la memoria y las ensoñaciones de Spielberg y el drama bíblico de Caín y Abel, similar a la ‘Brothers’ de Jim Sheridan. Un compendio de inspiraciones que construyen una muy decente película de género con una reflexión que clama una respuesta: ¿Se puede diseñar el alma humana? Y, lo que es más importante, ¿lo haría?

Álex (Daniel Brühl) vuelve a casa después de diez años en el extranjero. Es un genio de la inteligencia artificial y, su regreso, tiene un objetivo claro: terminar un proyecto que dejó aparcado, el primer robot libre. Para construirlo utilizará de modelo a Eva (Claudia Vega), la hija de su hermano (Alberto Amman) y de Lana (Marta Etura).

La cinta de Maíllo es recomendable guste o no guste la ciencia ficción. Además, es una apuesta española, una vía de escape a los productos más tradicionales de la tierra que merece el respaldo de la taquilla. Sin embargo, ‘Eva’ tiene dos problemas que bajan un poco la nota: el guion, pese a ser rico en referencias e invitar al diálogo posterior, es, me pareció, muy previsible. Y, por otro lado, el ritmo pausado que hace que parezca mucho más larga de lo que es (90 minutos).

En cualquier caso, la experiencia de ‘Eva’ se dilata más allá de su metraje. Disfrutarán con la charla.

Eva (I)

El comentario, entre butacas, me llamó poderosamente la atención: “me dan miedo los robots”. Ya sonaba la melodía final sobre los títulos de crédito y la película de Kike Maíllo invitaba a una reflexión muy humana. “Me daba miedo el mayordomo”, insiste. Y es curioso porque el papel de Lluís Homar, un C3PO de aspecto humano, está llamado a empatizar con el público. La conversación prometía:

-¿Cómo te va a dar miedo el mayordomo? -pregunta su acompañante, con cierta sorna.

-Mira -explica diligente la joven-. Esto como lo de Facebook y Spotify.

-¿Qué? -los ojos, completamente incrédulos.

-Sí. Facebook y Spotify. Son dos cosas diferentes, para cosas diferentes. Así que, ¿por qué se tiene que enterar una cosa de lo que hago en la otra? ¿Entiendes? ¿Por qué tienen que saber tanto de mí las ‘máquinas’?

-Chica, pero eso no son robots…

-¿Ah no? Vale que no son cosas físicas. Pero ahí las tenemos, ordenando nuestras cosas, nuestras fotos, ayudándonos a recordar fechas, nos ponen música… Y, de repente, de buenas a primeras, el que te avisa de los cumpleaños también sabe cuál es tu canción favorita. Yo no quiero que ninguna máquina sepa lo que siento. O lo que creo. Y eso me da miedo. Con el mayordomo me pasa igual, ¿tú crees que habrá robots que funcionen como humanos? Yo no quiero eso. No quiero querer a una máquina.

La pantalla se quedó en negro y la pareja recogía el petate. Me quedo pensando en que nunca habría llegado a la reflexión de la chica. Un pensamiento tan actual, tan real, tan acertado. Ensimismado en los miedos de la chica, el móvil vibra. Alguien me había mencionado en Twitter. Le respondo que acabo de salir del cine. Veo que otro amigo acaba de entrara a un bar, con Four Square. Mientra, Vetusta Morla suena en casa de Álex.

“Diablos, estamos rodeados de robots”.