Oz, un mundo de fantasía

Existe la nobleza del cuento y Sam Raimi ha sabido encontrarla. Ahora que la imaginación es un bien tan preciado -tan extinto-, sorprende salir del cine con decenas de prejuicios rotos gracias a un truco de magia elaborado con pura artesanía narrativa. Mientras ‘Alicia’ (Tim Burton) o ‘Blancanieves y la leyenda del cazador’ (Rupert Sanders) buscaban una trascendencia épica que no les pertenecía, ‘Oz, un mundo de fantasía’ es siempre sincera consigo misma, sin heroicidades de la Tierra Media ni armaduras impuestas. ‘Oz’ es un cuento y, como los cuentos de verdad, es inocencia salpicada de osadía.

Los primeros quince minutos, rodados en blanco y negro y en un formato reducido, son deliciosos. La transformación técnica que sucede sobre la pantalla, la forma en que entramos en el maravilloso mundo de Oz, es completa: la música, el color y los entrañables seres que acompañan a Oscar Oz (James Franco) por los aledaños del camino de baldosas amarillas, inundan cada poro del metraje desviando nuestra atención del truco de magia que sucede entre bambalinas: el cine.

En esta entretenida precuela de ‘El mago de Oz’ (Victor Fleming, 1939), descubriremos cómo fue la llegada del titiritero de Kansas a ése lugar más allá del arcoíris y conoceremos qué sucedió entre Teodora (Mila Kunis), Evanora (Rachel Weisz) y Glinda (Michelle Williams), las tres brujas del reino de Oz.

Gracias a la sinceridad constante de Raimi en su relato, a su afán por honrar más que por superar al original (más que por hacer algo guay y moderno para los adolescentes ‘cool’), ‘Oz, un mundo de fantasía’ goza de un poder evocador que invita constantemente a recordar al Espantapájaros, al Hombre de Hojalata y al León valiente; y a Dorothy trotando hacia la Ciudad Esmeralda. Es extraño, pero es una de las pocas veces en las que creo que esta suerte de precuela servirá para unir a padres e hijos frente a una misma película. Es un film familiar magnífico. Quién sabe, tal vez hoy los niños convenzan a sus padres para ver a Raimi y, mañana, los padres tendrán armas para volver con sus hijos a 1939.

El Mago de Oz

Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Estaba haciendo memoria y me he dado cuenta de que ya hace un mes desde que viajé a Londres. Un mes. Y parece que fue ayer. Creo que nunca les conté una de las cosas más bonitas que vi allí: el musical de ‘El Mago de Oz’. Espectacular. No sé si han estado alguna vez en una obra de grandes proporciones (otro día hablamos de ‘El Rey León’, qué barbaridad), pero es una puerta a otra dimensión. La facilidad tan pasmosa para sentirnos interpelados por las canciones, la cercanía de los actores, el ritmo de la música, es un regalo.

También está el hecho de que la historia nunca defrauda. Lo que sucede con la aventura de Dorothy es que siempre guarda un nuevo mensaje para el espectador (o lector). Porque cada personaje es un estado de ánimo por el que, sin querer, te ves identificado. Unas veces serás una niña que busca romper las fronteras y que no lo consigue por fuerzas externas, brujas que se interponen entre tú y tu objetivo (una carrera, un sueño, una persona). También puedes reconocerte en un fiel espantapájaros, siempre dispuesto a resolver los problemas de los demás, pero inútil para afrontar los propios. Sin cerebro.

Quizás, seas un fuerte e intrépido hombre de hojalata, capaz de recibir todos los balazos del mundo gracias a una coraza impenetrable. Tanto, que no puedes sentir, vibrar, llorar, amar… O, quién sabe, tal vez le toque interpretar a un león de aspecto fiero, de imagen poderosa de cara a la galería, pero incapaz de arriesgar nada. Y, el que no arriesga, ya saben: no gana.

‘El Mago de Oz’ es una batalla contra los complejos. Contra las inseguridades que nos impiden crecer y pasar de página. Contra esas estupideces que nos dejan parados, en una cuneta de baldosas amarillas, esperando a que alguien nos diga lo que tenemos que hacer. Cuando, en realidad, sólo bastaba dar un primer paso.