Noé (Darren Aronofsky)

Entender los milagros como parte de la artesanía y, la fe, como la persistencia del alma. De cualquier alma. Con la perspectiva adecuada, no hay ninguna diferencia entre unos y otros. Todos somos parte de la tripulación de un mismo barco que se hunde en busca de tierra firme, fértil y ecuánime. Darren Aronofsky (‘El cisne negro’) hace del relato bíblico un espejo en el que reflejar las miserias que dictan, desde el primer chispazo de la creación, al ser humano.

Hay una escena en ‘Noé’ que justifica su existencia, un precioso time-lapse de la evolución de la vida y las creencias que pugna en belleza con toda poesía cinematográfica. Visualmente, la película de Aronofsky tiene mucho que ofrecer. Su idea de los ángeles, uno de los secretos mejor guardados de la cinta, es fantástica. Cuenta con fotografías que invitan a recrearse y con poderosísimas escenas de inspiración pictórica. No hay muchos directores que tengan tanto talento para contar historias con imágenes.

El gran problema de ‘Noé’, sin embargo, es su marcada dualidad. Aronofsky busca la épica de ‘El Señor de los Anillos’ (Peter Jackson, 2001) y el intimismo de ‘El árbol de la vida’ (Terrence Malik, 2011). Una combinación imposible que no cuaja con naturalidad. Si rompiéramos el film en pequeños retales independientes funcionaría mucho mejor que como unidad. El último acto, en concreto, es, al mismo tiempo, una genialidad sobre la fe ciega y un despropósito que anula el ritmo alcanzado minutos atrás, con el diluvio en ciernes.

Russel Crowe lidera a un reparto correcto en el que destacan Jennifer Connelly y, sobre todo, Ray Winstone (aunque, si me permiten, auguro un gran futuro profesional para Emma Watson y Logan Lerman). Unos personajes marcados por las ideas bíblicas que representan que, desgraciadamente, terminan en un saco fácilmente parodiable. Es difícil que no escuchen más de un chiste sobre la vida sexual de los hijos de Noé, nada más aparecer los títulos de crédito.

‘Noé’ pudo haber sido algo mucho más grande, mucho más milagroso. Pero es una purga disfuncional, maltrecha, que quiere abarcar tanto que termina por no apretar el alma.

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Las ventajas de ser un marginado

Hubo un tiempo en el que David Bowie no era un clásico. Un tiempo en el que cada día era una oportunidad para descubrir algo nuevo, sin el lastre de saberse adulto. Viajábamos por el mundo con una mochila a cuestas y unos apuntes repletos de dibujos y guiños a lo que realmente nos evocaba inspiraba el universo: preguntas sin respuesta, el nombre de la chica, temores y complejos, tachones vergonzosos… Un tiempo en el que éramos una mancha de Rorschach con acné, erecciones sorpresivas y cuerpos que no encontraban su voz. Adolescentes.

El instituto es la fortaleza de la adolescencia, el castillo indestructible al que nos referiremos años más tarde, entre cafés y cervezas, con tanta añoranza como odio. Es como si todos hubiéramos ido al mismo sitio: estaban ‘los guays’ que jugaban en el equipo de fútbol, las perfectas que lo hacían todo bien, los empollones, las artistas, los enamorados del heavy, las implacables delegadas, los torpes que caían bien y las que siempre supimos que serían líderes del futuro. Entre unos y otros, los raros, los originales, terribles independientes ajenos a las modas, fuera de carril, frikis, hijos del cómic y el cine bizarro, la poesía, los libros prohibidos y la música que se baila con las extremidades desatadas.

Stephen Chbosky dirige un guión basado en su propia novela: ‘Las ventajas de ser un marginado’. Charlie (Logan Lerman, ‘Percy Jackson’) vuelve al instituto después de pasar una temporada aislado en el hospital. Su ansia de hacer amigos le llevará a conocer a Patrick (Ezra Miller, ‘Tenemos que hablar de Kevin’) y Sam (Emma Watson, ‘Harry Potter’), que le introducirán en el grupo de ‘marginados’, los no-populares. Rodeados de casetes y referencias ochenteras, descubrirán el amor, el sexo y el arte.

Lerman, Miller y Watson demuestran por qué son la hornada de jóvenes protegidos por Hollywood. Lejos de sus papeles anteriores, el trío protagonista combina drama y comedia con soltura, construyendo una película que esconde mucho más de lo que el título,a priori, propone. Su profundidad y su crudeza la alejan de la típica cinta de adolescentes hormonados, lanzando preguntas incómodas al espectador juvenil. Algo inocente en su factura, pero compleja en el resultado.

‘Las ventajas de ser un marginado’ es un ensayo sobre descubrir quién eres, el momento en el que decides dejar de seguir la corriente para crear la tuya propia. Una edad a la que todos regresamos, la adolescencia, para preguntarnos qué es lo que yo hubiera hecho. Tal vez, el momento más sincero de nuestra existencia. El final deja un regusto parecido a la frase que cerraba ‘Cuenta conmigo’ (Rob Reiner): «Nunca encontré amigos como los que tuve cuando tenía doce años. Dios mío, ¿los tuvo alguien?«

Harry Potter y las reliquias de la muerte (parte 2)

La profecía del niño de Hoggwarts se cumplió. Y no me refiero a su tan esperado duelo con Voldemort, sino a la comprobación empírica de que la saga más rentable de la historia del cine es una sucesión de eventos inconexos que podría haberse resumido en dos películas: la primera y la última. Lo que hay entre las dos es absolutamente innecesario. Con esto no quiero decir que ‘Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (parte 2)’ sea una gran cinta. Ni siquiera una buena. Pero es cierto que comparada con cualquiera de sus antecesoras -con la excepción de ‘La piedra filosofal’- es una perita en dulce.

No obstante, el Harry Potter del cine sigue siendo una versión pensada para los lectores de la obra de Rowling. Cualquier persona que ose pasearse por las películas saldrá del cine con la indiscutible sensación de que el guion no tiene ni pies ni cabeza. Y, encima, tendrá que soportar a los fans irracionales que le dirán “si te hubieras leído el libro lo entenderías”. El caso es que los que no nos hemos leído los libros del señor Potter y sí hemos visto las películas podemos afirmar y afirmamos que son un desastre narrativo.

La segunda parte de ‘Las Reliquias de la Muerte’ no es una excepción, pero se salva por tres razones: las escenas de acción son muy entretenidas, nada más que por el asedio al castillo de Hoggwarts y la batalla final podría merecer la pena; la música de Alexander Desplat es un regalo; pero, sobre todo, porque el filme pone punto final a la historia: caput, se acabó. Bueno, al menos no hay más libros escritos. Por ahora.

Mención especial para Lord Voldemort. Es cierto que, probablemente, Ralph Fiennes no suene tan ridículo en versión original, pero el doblaje es lamentable. Más que nada porque tardé un rato en descubrir que el malo de la película no era, en realidad, ‘El tío de la vara’ de José Mota.

En fin, hay dos opciones: ver el final de Harry Potter porque les gusta o ver el final de Harry Potter porque eres de los que se ha tragado las ocho películas y ya había que terminar la gracia. En ambos casos, saldrás encantado.

Las Reliquias de la Muerte

‘Harry Potter y las reliquias de la muerte’ tiene cosas buenas y cosas malas. Vamos a empezar por el mazazo: es un soporífero, profundo y desgarrador truño. Lo que viene siendo un mojón desproporcionado, de esos que te hacen sentir como el imbécil que, en la Última Cruzada, se pimpló la copa de vino en el cáliz equivocado. Es, para que nos entendamos con la suficiente solemnidad, lo que todos esperábamos de la séptima película de la saga: un despropósito narrativo.

Una vez más, los correligionarios de Hogwarts les abordarán con cañonazos del tipo: “no tienes ni idea, si hubieras leídos el libro…” No se dejen engañar: la novela puede ser preciosa, la película no tiene perdón. Mira que el arranque no está mal: una persecución por los cielos de Londres muy prometedora. Pero, a partir de ahí, cuesta abajo, sin frenos y sin ningún hechizo que nos salve del topetazo.

La película es honesta con la filosofía que la produce: sacar pasta de la gallina de los huevos de oro. En vez de terminar de una puñetera vez con la insufrible historia del mago, nos cascan dos horas y media de escenas estiradas y diálogos parsimoniosos para dejarnos, al final, con la misma cara de tontos con la que entramos. Y con el objetivo cumplido: “Dentro de seis meses volvemos a pagar la entrada en taquilla, que ya habrá que ver cómo termina”.

El guión, una vez más, carece de ningún rigor y cualquier complicación se resuelve con un nuevo artefacto del que nunca antes habíamos oído hablar. Los personajes secundarios son un chiste y el trío protagonista queda en un quiero pero no puedo, como si supieran que los diálogos son tan inertes como la nariz de Voldemort. En serio, fíjense en cómo los silencios se estiran hasta el infinito… ¿Cómo una película sobre magia puede ser tan aburrida?

Las cosas buenas: la banda sonora es excelente; gracias, Desplat. Hay un pequeño corto de animación precioso -para explicar qué carajo es eso de las reliquias de la muerte-. Y no es en 3D.

Lo que sé de Harry Potter (y III)

Les debía una anécdota del amigo Harry Potter. En concreto, la de cuando coincidimos juntos en la plaza de Leicester Square, en Londres. Verán. El invierno de 2005 fue especialmente frío en la tierra del ‘godsavethequeen’ y el té a las cinco. Recuerdo pasear por Oxford Street ataviado con tres capas: abrigo, bufanda y gorro. Pero no era suficiente. Mi amigo Bruno y yo planeábamos darnos una vuelta por el centro y, si encartaba, ver una película en el Prince Charles -ya les hablé del cine, una maravilla: entrada y cerveza, una libra-.

Galopábamos por la gélida Albión cuando nos topamos con una panda de jovenzuelos españoles con pancartas, escobas y cicatrices pintadas en la cara. Claro, pese a que encontrarse compatriotas en Londres es harto sencillo, es inevitable inmiscuirse en una conversación con ‘eñes’. “Me muero de ganas de ver a Daniel y a Rupert, ¡¡aiiinnns!!”

La curiosidad nos pudo y, sin saber muy bien por qué, les seguimos hasta la plaza ya mencionada: Leicester. Eran como las 13:00 horas, más o menos. Y sí que había mucha gente, pero no tanto como agobiar. Por lo visto, esa tarde era la premiere de ‘Harry Potter y el cáliz de fuego’, y todos los actores iban a pasar por allí.

La chorrada nos pareció simpática y decidimos quedarnos con la patulea de fans del mago de Hogwarts venidos de todos los rincones del planeta. La primera hora fue soportable. Incluso gracioso lo de ver a tantos ‘maggles’ vitoreando a la saga, como si se tratara de Star Wars o alguna película de verdad. Luego, como era de suponer, la cosa se puso mal: los ingleses se contaban a miles. Miles y miles de pelirrojos empujando cual hooligan en celo. Con la llegada de la noche, el frío se hizo insoportable y el hecho de que se pusiera a diluviar no ayudó.

Después de cuatro horas esperando -y con una considerable sensación de estupidez a mis espaldas-, Daniel Radclife pasó a nuestro lado y no nos saludó. Sí, lo sé, vaya asco de anécdota. En consonancia con el tema.