Agosto

La familia es un imán que no distingue polos: todo se adhiere con facilidad y despegar algo es un trauma. Es curioso cómo miramos con distancia a las familias que aparecen en la pantalla, poniendo tierra de por medio y zanjando con un gesto de la mano que eso, lo de la película, es ficción y no realidad. Me pregunto cuántas veces la pantalla actuará como un espejo. Porque, a ver, que levante la mano el que no tenga anécdotas graciosas en su casa; el que no haya vivido una tragedia absoluta, una cita embarazosa, un desatino entre clanes, un comentario que quedó grabado en las anales de la humanidad… Qué sé yo, eso son las familias, ¿no?

‘Agosto’ es la segunda película de John Wells (‘The Company Men’), director forjado en series de televisión de primera categoría (‘El ala oeste de la Casablanca’) que decidió rescatar el libreto de la obra de teatro y transformarlo en una película con un elenco de actores sensacional: Meryl Streep, Julia Roberts, Chris Cooper, Ewan McGregor, Sam Shepard, Juliette Lewis, Julianne Nicholson y Benedict Cumberbatch. Intérpretes que dominan el escenario, con un don de palabra excepcional idóneo para recitar cada uno de los constantes discursos del guión.

La cinta de Wells describe a la familia Weston, que después de varios años separados por pura vagancia, vuelven a cruzar sus caminos tras la muerte de su padre. Violet Weston (Streep), una madre enferma y desequilibrada, les hará sacar sus más oscuros traumas.

Y ya. ‘Agosto’ es un aburrimiento supino. Nada que ver con el entretenimiento que proponía ‘Un dios salvaje’ (Roman Polanski, 2011); tampoco es ‘poéticamente’ bella. Es, quizás por su intención constante de parecer real, excesiva. Incluso Meryl Streep es cargante. Carga el drama, la impotencia, la pesadez de las palabras, la angustia existencial de los habitantes de la casa… ‘Agosto’ es como una tarde del verano más caluroso de su vida, encerrado en un piso sin ventilación, discutiendo sobre la vida, sin hielo en el frigorífico y con todos los puestos de helados cerrados.

Todas las familias tendrán sus peculiaridades. Pero no hace falta contarlas de una manera tan insípida.

Film-Toronto Preview

Jack el caza gigantes

Empezar con tanta mediocridad una aventura de proporciones colosales es un despropósito. Y no es que el regusto final de ‘Jack el caza gigantes’ sea malo. De hecho, son un par de horas de sano y ameno entretenimiento. Pero no es menos cierto que, desde el primer minuto, la película rezuma un aroma a descuido, a conformismo, que, sin duda, ha perjudicado al último trabajo de Bryan Singer (‘X-Men 2’, ‘Sospechosos habituales’).

La historia la conocen. Más o menos. Unas judías mágicas que, al mojarlas, nos llevan directos a un reino de criaturas fantásticas. El protagonista del cuento es Jack (Nicholas Hoult, ‘Memorias de un zombie adolescente), granjero con ansias de aventuras que se topa por una de esas casualidades legendarias con la princesa del reino, Isabelle (Eleanor Tomlinson, ‘El Ilusionista’). Tras un incidente ‘inesperado’, la pareja y el habilidoso caballero Elmont (Ewan McGregor, ‘Big Fish’) se verán envueltos en una guerra para defender a la humanidad de los temibles gigantes.

Como les digo, el principio es de lo peor que hemos visto en mucho tiempo. Y por una razón que, en este tipo de películas, extraña más: la técnica. En general, los efectos visuales del film dejan mucho que desear. Pero es que el pequeño corto de animación con el que arranca ‘Jack el caza gigantes’ es cutre. A partir de ahí, el guión no guarda ninguna sorpresa, pero se agradece el esfuerzo del trío protagonista porque nos divirtamos -pese al exceso de pasteleo-.

En cuanto la cinta coge carrerilla, empezamos a ver al Singer intrépido, sobrecogedor y apasionante que tanto nos gusta. Un precio demasiado alto para un género, el fantástico, que debe impresionar desde el primer fotograma. ‘Jack caza gigantes’ no será recordada por todo lo alto. Pero puede, tal vez, que les proporcione un rato distendido.

Lo imposible (I)

Un milagro sucede entre un suspiro y un grano de arena. Es tan fácil -tan lógico- creer en las matemáticas -en sumas y restas, progresiones aritméticas, gráficas y estadísticas, problemas y soluciones- que la opción improbable, la que nadie escribiría como resultado final, cae siempre en un margen inexistente al que conocemos como ‘Lo imposible’.

Los dedos agarrotados y la espalda encogida. Los ojos abiertos, luchando contra el parpadeo, y la barbilla erizada ante la música que sube. Los zapatos clavados en el suelo y la garganta cerrada. Un grito en la pantalla, un nombre, y algo dentro se rompe. Ni los dedos apretados, la espalda forzada, los párpados batientes, la barbilla expectante, los zapatos fijos ni la garganta impermeable sostienen un estómago que se desmorona, que empuja el alma y que obliga, sin remedio, a frotar la mirada para no empañar el resto.

‘Lo imposible’ es un desafío entre director y espectador. Juan Antonio Bayona narra la epopeya de una familia española que sobrevivió al tsunami de Tailandia, en 2004. ¿Se puede emocionar a un público que conoce la historia? Sí, demonios, sí se puede. La película es un ejercicio de manipulación emocional en el que todo está escrito para alcanzar la empatía absoluta: el sonido, sobrecogedor desde el primer segundo, el poderío visual, la destreza de la cámara, el olor que transpira la fotografía, el acierto de Ewan McGregor, Naomi Watts y Tom Holland…

Bayona consigue un película redonda alejada de lecciones morales. Dos horas para describir lo fácil que es creer en las matemáticas y lo maravilloso que es saber que lo imposible puede suceder. Un canto a la esperanza que levanta el cine español en una ovación cerrada, da una lección vital a un país incapaz de alzar las comisuras y llena las salas con un público agradecido que tardará en olvidar el grito, el nombre: a Lucas.

No sé cómo ni por qué. Pero sé que, a veces, hay espacio suficiente entre un suspiro y un grano de arena; tiempo de sobra para crear algo enorme. Buen trabajo, Bayona.

Beginners & Hacerse el muerto

Por alguna artimaña curiosa del destino, terminé viendo ‘Beginners’ nada más terminar de leer el libro de relatos de Andrés Neuman, ‘Hacerse el muerto’. Una de esas fruslerías poéticas que concatenan dos universos aparentemente inconexos en una misma historia. La película de Mike Mills funcionó como uno más de los cuentos del argentino, todos ellos centrados en la vida que sucede alrededor de un muerto. Dosis de humor, sentimientos contradictorios, traviesos, y una tremenda facilidad para hacer disfrutar con la complejidad de la sencillez.

La encantadora presencia de Ewan McGregor, Mélanie Laurent y Christopher Plummer (que ganó el Oscar a mejor actor de reparto este año) hace de ‘Beginners’ una película enorme, pese a ser, en realidad, un precioso, minúsculo y comprometido detalle con todo y con nada. Hal (Plummer), al morir su mujer, confiesa a su hijo Oliver (McGregor) que siempre fue homosexual, y que pese a sus 75 años recién cumplidos se ha buscado un novio y quiere ser feliz. Oliver, por su parte, inicia una relación con la bella y enigmática Anna (Laurent). Ambos, distantes y cercanos, aprenderán a vivir otra vez. Como principiantes.

Tanto el libro de Neuman como la película giran alrededor de la muerte y, por tanto, de la vida. Y ninguna de las dos gratas experiencias les robará mucho tiempo, que es, al final, la clave del asunto. Desconozco si el escritor ha visto la película, pero estoy convencido de que él mismo encontrará una semejanza maravillosa, un pequeño relato que le hubiera gustado firmar.

Tienen la librería y el videoclub, elijan su camino y caminen. El resto llegará solo, se lo aseguro.

El escritor

Hay una diferencia sustancial entre elegir las palabras adecuadas, ordenarlas con mimo y musicalidad, organizar párrafos con ritmo, dejar caer ideas entre signos de puntuación, embaucar al lector en un frenesí de sensaciones irreales, y ser escritor: la firma. El nombre bajo la sombra del título es el compromiso de un autor con su lector. Un entrelazado de manos que finiquita un negocio satisfactorio: la compra-venta de experiencias.

‘El Escritor’ es el viaje de Ewan McGregor, un secundario de la vida que se dedica a escribir las memorias de personajes importantes, en busca de un nombre propio. La traducción exacta de la película de Roman Polanski (‘The Ghost Writter’) hubiera sido ‘El negro’, lo que quizás era un tanto agresivo. Pero sí, básicamente McGregor es el negro de Adam Lang (Pierce Brosnan), ex Primer Ministro Británico que quiere publicar su biografía. Un texto que esconde un enrevesado trama político que obligará al escritor a tomar partido y a convertirse en un protagonista más de la historia.

Polanski es un gran narrador y juega a dos bandas con unos hilos invisibles que manejan a unos personajes siempre sorprendentes. Escena a escena, nos lanza un desafío inspirador: ¿quién es la marioneta y quién el escritor? Un reto en el que se cuela Kim Catrall, la esposa de Lang, que se presenta como esa gran mujer que se esconde detrás de un gran hombre.

La película tiene un tono muy inglés -obvio-, tan cortés como bajuno. Y, como todos los británicos, los personajes tienen un aspecto noble con cola de escorpión. Ellos, McGregor y Brosnan, están excepcionales, mezclando el drama y el misterio con perlas cómicas a lo Woody Allen.

‘El escritor’ es una mordaz crítica al sistema político internacional que deja en muy mal lugar a Adam Lang o, lo que es lo mismo, Tony Blair. Pero lejos de un aburrido mitin, la cinta brilla por un guión fantástico lleno de detalles que colapsan la pantalla con innumerables guiños al espectador. Es una gozada. Toda una experiencia del mejor Polanski, al menos en pantalla.