Hombres, mujeres y niños (y II)

Desde que llegó Internet la vida de cinco familias típicas americanas cambió para siempre. Don (Adam Sandler) está tan aburrido de su vida sexual con Helen (Rosemarie DeWitt), su esposa, que empieza a ver porno en el ordenador de su hijo, Chris, un adolescente cuyo historial en el navegador desvela una intensa y fetichista vida virtual. Chris juega al fútbol y llama la atención de Hannah, la guapísima animadora que aspira a ser famosa por todos los medios, un objetivo en el que su madre, Donna (Judy Greer), se ha volcado al máximo. Una implicación que volvería loca a Patricia (Jennifer Garner), una madre que controla mensajes, ubicación y redes sociales de su hija al más mínimo detalle. Kent (Dean Norris), se pregunta si su hijo jugará demasiado a videojuegos online, aunque él, su hijo Tim, piensa sobre todo en Brandy, que, por cierto, es la hija de Patricia.

La fascinante red que teje Jason Reitman (‘Up in the Air’, ‘Juno’) en ‘Hombres, mujeres y niños‘ funciona igual que el propio Internet: historias conectadas unas con otras en un frontón colectivo en el que todos terminamos chocando. Un encantador collage en el que es difícil no verse reflejado de alguna manera. La película es un espejo que traza al detalle una infinidad de pecados modernos, propios de una sociedad inmadura, aún inestable ante el cambio.

Las películas con tantos puntos de vista resultan fáciles de ver. Pasan rápido. La ficción coral de Reitman recuerda a cintas como ‘Magnolia’ (Paul Thomas Anderson, 1999), ‘Babel’ (González Iñárritu) e, incluso, ‘Crash’ (Paul Haggis, 2004), aunque quizás, de todas ellas, es la que les sonará más cercana porque todos formamos parte de ella.

Es muy interesante la decisión de Reitman de comparar lo que supone Internet con la pedagogía de Carl Sagan y el universo. Un paralelismo con el famoso ‘pequeño punto azul pálido’ que, curiosamente, funciona a las mil maravillas, generando en el espectador una duda filosófica de esas que ponen nervioso y obligan a respirar hondo: somos un pequeño punto en el universo, somos un pequeño punto en Internet. ¿Por qué querría nadie ansiar tanto poder? ¿Por qué no concentrarse en ser feliz en tu pequeña parcela?

Si yo fuera profesor de instituto, apuntaría esta película para futuras tutorías. Tenemos mucho que aprender.

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Hombres, mujeres y niños: un pequeño punto azul pálido

Buscar en Google a Carl Sagan, encontrar en Youtube el vídeo ‘Pale blue dot’ (‘Pequeño punto azul pálido’), descubrir que varios millones de personas lo han compartido en Facebook, que hay cientos de artículos en blogs dedicados al vídeo que viajan en Twitter con la etiqueta #Nosotros y que un tipo, una vez, intentó ligar con una astrofísica en un chat de IRC copiando textos literales de Carl Sagan.

De eso trata ‘Hombres, mujeres y niños‘: de Internet. De cómo un invento tan revolucionario nos ha cambiado la vida hasta crear una dependencia absoluta. De cómo un sistema de comunicación se ha convertido en una herramienta para fortalecer el ego, para generar espejismos de grandeza, para esperar mensajes sonrientes y no ojos nerviosos; para ver una ingente cantidad de porno. Y, también, de cómo Internet ha acercado historias que permanecían alejadas, de cómo ha conseguido que conquistemos mundos inimaginables, de cómo sentirse parte de algo estando a miles de kilómetros, de cómo las emociones viajan en palabras, de cómo mostrar sentimientos, de cómo estar aquí y allí, al mismo tiempo.

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Internet es una red que nos ha atrapado. Pertenecemos a Internet. Todos. Incluido usted, sí, el que asegura que no quiere saber nada de redes sociales. Y también usted, el que presume orgulloso de haber prohibido a su hijo usar Internet para que crezca como un niño ‘normal’. Todos somos Internet. De ahí que sea tan importante, tan fundamental, la educación. Una educación transversal que debe empapar, en primera instancia, a los padres. ¿Cómo es posible que aún haya padres que prefieran obviar la existencia de Internet? ¿De verdad queremos niños que crezcan creyendo que Internet es un arma de corrupción? Por supuesto, Internet y la tecnología tampoco puede ser la opción constante: esos niños que miran al mundo a través de las palmas de sus manos… Una vez más: educación. Y para educar hay que conocer.

‘Hombres, mujeres y niños’, de Jason Reitman (‘Juno’, ‘Up in the Air’), refleja la enorme complejidad que fluye en nuestro mundo. Y lanza una idea tan fascinante como aterradora: cada uno de nosotros somos un pequeño punto azul pálido en Internet, así como nuestro planeta es un pequeño punto azul pálido en el universo. Piénsenlo. Mañana hablamos un poco más de la película.

La película de Twitter

En los próximos días vamos a hablar de Twitter. La sola idea parece extraña: ¿tanto diálogo puede provocar una red social que únicamente permite utilizar ciento cuarenta caracteres? Visto lo visto, no es un mero diálogo. Es una revolución. Un estilo de concebir el mundo para una generación perfectamente hilvanada a través de perfiles, páginas, grupos y clicks fortuitos. Será la Historia la que juzgue la herencia que dejemos en los libros de texto. El tiempo dirá de qué sirvió todo esto: la Red. Pero hoy, permitan el atrevimiento -quizás la ignorancia-, creo que la idea de Twitter nos define. No el Twitter en sí; la idea que porta. Su esencia.

Pasan los años y sigo fascinado con la escena final de ‘La red social’ (David Fincher, 2010). Ese Eisenberg transmutado en Zuckerberg, anclado sobre un codo nómada en una pomposa sala de reuniones, ajeno a la vida, pendiente de la pantalla del portátil. Sin parpadear. Con la vista perdida más allá de lo que su muro de Facebook significa, en otro lugar, otro despacho, otra mesa, donde una chica sigue sin aceptar la solicitud de amistad. Y Zuckerber, esclavo, vuelve a pulsar F5.

Seguimos siendo humanos. Hacemos justicia a las teorías de Darwin y evolucionamos sobre un patrón que impregna nuestro adn: necesitamos el contacto. Necesitamos gente, personas que compartan fracasos y éxitos, seres con manos y ojos en la cara a los que mirar y decir “sí, no estoy solo”. Es como la maravillosa obsesión del protagonista de ‘Hacia rutas salvajes’ (Sean Penn, 2007), que rajaba la misma roca para dejar constancia: “Supertramp estuvo aquí”.

Eso hacemos ahora, lo mismo que hemos hecho siempre. Lo que antes hicimos en cuevas, en pergaminos, en cartas, troncos, apuntes, blogs, periódicos, novelas y películas: dejar constancia. Interpelar al otro, comunicarnos y adaptar el mensaje al medio. Refrescando la página a cada rato, pulsando F5, con la esperanza de que haya alguien al otro lado que haya sido consciente. Y, de vez en cuando, encender la chispa que inicie la revolución.

Vamos a hablar de Twitter. O, lo que es lo mismo, de nuestros mensajes y nuestra forma de enviarlos, de hacernos notar, de dejar huella. De hacernos querer. De cambiar.

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¿Qué fue de ‘El Cosmonauta’?

Es muy duro leer sobre ‘El cosmonauta’. El primer gran proyecto audiovisual de la historia de España que se financia gracias a Internet, a las Redes Sociales, al crowfunding y a una manera generosa de entender la cultura, lleva semanas recibiendo palos. Palos untados con piropos agradables, pero palos a fin de cuentas. Estocadas en la sien de su director,  Nicolás Alcalá, y puñetazos en el corazón de los cuatro mil productores asociados que creyeron en la película. Hablan de poesía visual y ausencia de narrativa; de buenas intenciones y malas decisiones; de una idea brillante que sobrepasó a sus autores.

No es justo.

‘El cosmonauta’ es una película extraordinaria en su sentido más literal: es ajena a lo ordinario. Creo que valorar el trabajo de Alcalá y de todos los que acompañan al proyecto por un guión, quizás, impotente, no hace justicia a lo que significa ‘El cosmonauta’. Estoy convencido de que la intención era conseguir un film alucinante, profundo y sonoro, con repercusión internacional, para mostrarse al resto del planeta, a todos aquellos que financian películas de gente que ya conocen. A todos los que nunca arriesgan. Quería ser, pues, un ambicioso currículum vitae.

Y lo ha sido.

No sé qué verán ustedes, pero, para mí, ‘El cosmonauta’ derrocha talento. Un talento técnico y prometedor que llama a las puertas de despachos cerrados en busca de una entrevista reveladora. La película es fiel reflejo de la realidad que la impulsó a nacer: una cinta hija del emprendedor. De aquel que no está dispuesto a esperar la llamada telefónica y que, como bien sugiere Risto Mejide en su texto ‘No busques trabajo’, sí está dispuesto a crear. A reinventar. A fabricar. A utilizar verbos difíciles, pero, a la larga, jodidamente placenteros.

¿Qué veo en ‘El Cosmonauta’? Gente que quiere aportar y sabe cómo hacerlo. Denles tiempo, la experiencia hará el resto. Por favor, no vean un fracaso. Vean el inicio de una carrera. De una empresa. De un inspirador caso de audacia.

¿Cómo empezó la Guerra?

Internet, que es más grande que el día del señor, ha puesto en el mapa cuestiones de importancia catedralicia. De hecho, la sociedad moderna no sería nada sin el grupo de Facebook “Señoras que…” o “Trabajadores que sobrevivieron a la Estrella de la Muerte”. Tampoco sin esas cadenas fantásticas y refrescantes que, si no pasas a tus contactos, te conviertes en cómplice directo de la destrucción del planeta a manos de un dictador de gatillo fácil y de la exterminación instantánea de un pueblo aborigen de un bonito pueblo africano.

Ayer me reí de lo lindo leyendo un artículo en el que James Cameron admitía, a voz en grito, que Leonardo DiCaprio y Kate Winslet cabían en la misma tabla. Sí, la tabla. La tabla de madera en la que sobrevive la moza de Titanic y bajo la que se hunde el mozo, ante la atónita y lacrimógena mirada de millones de espectadores, al son de James Horner. ¿Se imaginan? Tantos años sufriendo ante la impotencia de Kate y resulta que, en realidad, ¡fue una maldita convenida que dejó morir al que se suponía era el amor de su vida!

El tema de la tabla surgió por uno de los miles de talentos escondidos en el mundo que aprovechan Internet para mostrar su trabajo. En este caso, los primeros en hablar del tema fueron -creo- una pareja de japoneses que recrearon la escena en el gimnasio de su universidad. Realizaron una serie de fotos y vídeos en los que se comprobaba, al milímetro, que Jack y Kate se podrían haber salvado. Y, mira tú por dónde, ahora Cameron les da la razón.

Pues eso. Que estoy convencido de que Internet guarda los secretos para comprender el Universo. Es como el tipo que que tuiteó -por cierto, término aprobado por la RAE- el siguiente diálogo con el que no puedo estar más de acuerdo: “¿Abuela, cómo empezó la III Guerra Mundial? Pues un día cerraron Megaupload y….”