Grada, garganta y alma

Al despertar tenía la imperiosa necesidad de ponerme algo rojo. Y blanco. Mi única opción, más allá de la sudada y llorada del ‘Sí, podemos’, era una camiseta muy estilosa en la que se pueden leer dieciséis ‘na’ seguidos de un ‘¡Batman!’ Así soy yo, después de todo, un vecino más que se montó en el carro cuando ya estaba subiendo la cuesta. No uno de esos poderosos forofos del Granada CF, históricos y estoicos, que tienen un armario repleto de emblemas de la casa. De ilusiones cumplidas.

Salí a trabajar con sueño. La madrugada del sábado al domingo había sido larga y la resaca de cánticos aún picaba en mi cabeza. Por la noche no pudimos ir a la Fuente de las Batallas -con el resto de la ciudad- y nos tuvimos que conformar con recibir las fotos que llegaban a la redacción. Espectaculares. A las diez de la mañana, sin embargo, la plaza está impoluta. Con una belleza distinta, pero igualmente preciosa.

Un tipo, coloreado de rojiblanco, lee el periódico IDEAL sentado en un banco, bajo un sol de Primera. Al pasar a su lado se me escapa esa sonrisilla que tenemos la mayoría de los periodistas, fruto de grandes dosis de orgullo y de afán de protagonismo. “Yo estaba allí cuando la rotativa daba vueltas”, pensé. Casualidades del destino, el amigo tenía abierta la cartelera de cine. “Joder”, dije. Me acababa de dar cuentas de que era el primer fin de semana en mucho tiempo que no veía ni una película. También era, me percaté, el primer fin de semana en mucho tiempo en el que me sentía parte de una película.

No era el protagonista, ni siquiera un secundario. Me sentí como uno de los extras que, con suerte, se ven gritar al fondo de una enorme turba en la escena del discurso épico antes de la batalla. Pero allí estaba. Gritando. El filme no tiene desperdicio: un guion escrito con mimo, con promesas esperanzadoras en el primer tercio y crisis angustiosas antes de un clímax arrebatador. Y el público jadeando: “Soy tu grada…soy tu garganta…soy tu alma”

Es inevitable recuperar a Morgan Freeman, ataviado de Mandela, susurrando aquello de “soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma” en ‘Invictus’. Lo repito una y otra vez, como un mantra, para entender lo que sucede en hoy en la ciudad. Para comprender el lazo invisible que hoy nos hace sentir hijos de una misma tierra.

Invictus (II)

Clint Eastwood sabe tanto por viejo como por diablo. Después de tantos años de carrera ha conseguido alcanzar una cima a la que todo artista aspira: no necesitar vender nada. Una película que implique a Eastwood es un marchamo de calidad que termina impregnando la cartelera con un público satisfecho.

Al tito Clint le sucede como al Mandela de ‘Invictus’, inspira. Cada palabra de Morgan Freeman es una delicia, un discurso atractivo y encantador del que no dudamos nunca. Freeman/Mandela usurpa el papel de entrenador de los ‘Springbocks’, el equipo de Rugby llamado a ganar la copa del mundo, para ser la gran metáfora de la historia: el poder de uno para cambiar el todo.

Pero sería injusto quitarle mérito al capitán del equipo, al líder que guía a los Springbocks a la victoria: Matt Damon. He de confesar mi debilidad por el actor. En los últimos años, sus trabajos camaleónicos han alcanzado -casi en todos los casos- el aplauso de crítica y público. Desde su maravillosa ‘El Indomable Will Hunting’ -con la que ganó el Oscar a Mejor Guión Original- y su carismática ‘Rounders’ -el poker siempre fue muy fotogénico. Muy cinematográfico-, ha pasado por películas que supieron combinar sus facetas más dramáticas con un físico diseñado para la acción (como la excelente saga de Bourne).

‘Invictus’ es un éxito humano. Una gran película por sus personas y por la devoción que actores y director demuestran por sus protagonistas. Es una oda a Nelson Mandela, un capítulo de la historia aún reciente que sigue siendo imprescindible. Hay muchas razones por las que debería ver ‘Invictus’: inspiración, Historia, amor al deporte, superación… Pero debería bastar con decir que es, otra vez, un éxito de Clint Eastwood.

Invictus (I)

Los jueves, al caer la noche, jugamos al baloncesto. Los focos de nuestro antiguo colegio alumbran una cancha sin techo, aislada de toda opción de realidad. Alrededor de la canasta el mundo gira a ritmo de rutina; a sus pies, se libra la más importante de todas las batallas. Más allá de la línea de tres, la sociedad nos califica de jóvenes altamente cualificados, racionales. Pero basta el eco del balón estallando en el tablero para avivar la pasión. Para desmenuzarnos como personas y olvidar que hay vida más allá del partido. El lazo invisible que une los pasos de todo el equipo hace que morir por el otro no sea una opción. Es una decisión.  Cada canasta nos acerca al Vallhalla, a un éxtasis universal que nos honrará como ganadores. Y, en la derrota, un orgullo elitista nos ayudará a sobrevivir otra semana: “Al menos, yo estuve allí”.

¿Qué tiene el deporte? ¿Por qué nos confiere ese poder tan absolutamente irracional de sentirnos poderosos, de sentirnos protagonistas del mundo? Ninguna actividad del ser humano genera tanta empatía como el deporte. Nos hermanamos con una sonrisa cuando el otro dice “yo también soy del Madrid”. ¿Recuerdan? Minuto 33. 29 de junio de 2008. Fernando Torres mete gol y España se desata en vítores. Las grandes avenidas se llenaron de rojo, nunca vimos tantas banderas en la calle. La marea nos hizo fervientes creyentes de que merecía la pena ser español. Y, por primera vez, el canto en las gradas clamaba un amor patrio. “¡Yo soy español, español, español!”

‘Invictus’ habla de la inspiración y su capacidad para cambiar el mundo. Habla de la épica que nos empuja a seguir corriendo cuando perdemos de goleada. Habla de la necesidad de sentirnos parte de un ejército y de luchar batallas, de armarnos de voluntad y marchar a la guerra. La única guerra que no matará ni humillará, pero que nos permitirá vivir la épica de superar el desafío. La única guerra que se enorgullece cuanto más grande, más fuerte y más peligroso es el contrincante. La que más une.

Imagínense rodeados de sus hermanos, cargando hombro con hombro, antes del partido. Se miran a los ojos, generan confianza, buscan unas manos en las que depositar su vida. Y, entonces, una voz sosegada se clava en sus entrañas: “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma”… ¿Cómo no aullar, cómo no gritar “cuenta conmigo”? Ningún deportista debería olvidar su inmenso poder para inspirar.