La leyenda del samurái (47 Ronin)

Todo lo que sé sobre el honor lo aprendí siendo un samurái. Eran otros tiempos y solíamos cabalgar por las llanuras de Rokugan en busca de demonios gigantes y rivales dignos de nuestra katana que, con su muerte, trajeran un orgullo inmortal a nuestro Daimyo. Guiados por el Bushido –la ley máxima, la justicia suprema– aprendimos que nuestras vidas no importaban tanto como lo que dejábamos al morir: el honor de un nombre, de una familia, de un clan. El honor por el honor. Esclavos de la suerte caprichosa que otorgaba un puñado de dados con diez caras y una hoja de personaje repleta de ventajas y carisma… Cómo hecho de menos ‘La leyenda de los cinco anillos’.

Sólo los que se sentaron a una mesa a jugar al rol saben lo que supone rescatar recuerdos que nunca existieron pero que se siente propios. Reales. Ah, la imaginación, qué poder tan increíble. En fin.

La leyenda del samurái (47 Ronin)’ es como una de aquellas partidas de rol, un intento de trasladar las leyes del Bushido y del honor a un universo cinematográfico. Una digna película de aventuras que ha recibido una arrolladora, unánime y desgraciada crítica en todo el globo, con puntuaciones ridículas y calificativos vergonzosos. Tal vez hable la añoranza, pero yo me divertí muchísimo. La cinta del principiante Carl Rinsch es entretenida, épica y repleta de espadas y rescates emocionantes, ¿qué más quieren?

Kai (Keanu Reeves, ‘Matrix’) es un mestizo, hijo de un extranjero y una japonesa. Abandonado en un bosque, la familia Asano le aceptará en su ciudad, pese al desprecio que recibe del resto de miembros. Tras una traición perpetrada con brujería, Kai se unirá a un grupo de ronins, samuráis sin señor, que buscan venganza.

Es cierto que ‘El Hobbit: La desolación de Smaug’ tiene una producción mucho mayor que ‘La leyenda del samurái’. De hecho, todo es más grande en la cinta de Peter Jackson. Y, sin embargo, si me dieran a escoger entre las dos, lo tendría muy claro: 47 Ronin. No me importa que se la considere como la ‘Mortal Kombat’ de la década (amigos de los 90, qué grande fue aquello), a mí no me defraudo para nada: es exactamente lo que promete. Claro que, si la duda fuera entre el film de Rinsch y las tardes de dados, fichas y caballos en Rokugan, gana la imaginación.

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Las vidas privadas de Pippa Lee

La protagonista de ‘Las vidas privadas de Pippa Lee’ es, irónicamente, una secundaria. Su marido es un conocido escritor, dueño de una prestigiosa editorial. Su hija es corresponsal de guerra y cuenta, con naturalidad, cómo le llovieron bombas una tarde de verano en Bagdad. Su hijo es un joven y prometedor abogado. Y su mejor amiga es histriónica y llamativa. Su mundo está repleto de perfiles llamativos, candidatos a liderar la historia. Sin embargo, una pregunta, durante una cena entre cualquiera, tira del hilo: “¿cuál es el misterio de Pippa?”

La directora Rebeca Miller nos presenta una biografía preciosista que es, en realidad, un canto a la mujer. A su escandalosa ausencia durante siglos y siglos de cuentos y leyendas, relegada a un mero papel presencial como la madre, la hija, la hermana o la amiga del héroe. En este caso, Pippa decide contarnos cómo terminó siendo Pippa Lee, una atractiva cincuentona casada con un hombre 30 años mayor que ella (Alan Arkin).

A través de los saltos temporales, conocemos tres versiones de la protagonista con tres actrices diferentes: su infancia (Madeline McNulty), su juventud (Blake Lively, ‘New York, I Love You’) y su madurez (Robin Wright Penn, ‘Forrest Gump’). Un vibrante repaso a una inesperada lista de pecados, dramas, alegrías y vicios consentidos.

El gran éxito de la cinta reside en los actores, brillantes hasta el apuntador. Alan Arkin y Robin Wright Penn, excelsos. Pero no se quedan atrás los secundarios, Winona Ryder y Keanu Reeves, que, incluso, nos recuerdan que una vez fueron intérpretes. Especial mención para dos chicas: Maria Bello (‘Una historia de violencia’), en el papel de la madre de Pippa; y la casi desconocida Blake Lively, a la que habrá que seguir de cerca. Julianne Moore y Monica Bellucci, pasaban por allí.

Como les decía, una oda a la parte humana más importante del planeta Tierra. La que ha pasado más horas inadvertida y más siglos trabajando de sol a sol. La mitad más representativa del alma, la que no suele clamar protagonismo. Pero que, en el fondo -un fondo rico, florido-, siempre llevaron los pantalones.