Ahora me ves…

Sé hacer un truco de magia. Lo hago siempre que alguien saca una baraja y se presta a seguirme el juego: me encanta. Verán. Le ofrezco a la mano inocente que saque una carta y le pido que la mezcle con el resto. Luego, tachán tachán, consigo que el naipe salga escupido como si un resorte le impidiera quedarse quieta. Es genial. La gente alucina. O eso me dicen. Bueno, más bien, eso quiero creer. El caso es que la magia tiene un encanto incomparable, una capacidad innata para manipular las emociones y descubrirse ilusionado.

‘Ahora me ves’ es un truco. Toda la película lo es. Y como todos los trucos pierde interés cuando desvelas el secreto. En el caso de la cinta, el misterio llega al final, tras una entrampada partida de Cluedo entre su director, Louis Leterrier (‘El increíble Hulk’), y el espectador. Pero pese a lo que cabría esperar del responsable de la deprimente ‘Furía de Titanes’, ‘Ahora me ves’ es un entretenimiento honesto, rítmico y agradable. Vaya, que el truco funciona: la ilusión se sostiene.

A caballo entre un programa televisivo y un videoclip, Leterrier nos presenta a Daniel Atlas (Jesse Eisenberg), Merrit McKinney (Woody Harrelson), Henley Reeves (Isla Fisher) y Jack Wilder (Dave Franco), cuatro excepcionales magos que sorprenden al mundo con un espectáculo que sobrepasa los límites establecidos: ¿Y si robamos a los ricos por arte de magia? Dylan Rhodes (Mark Rufallo) y Alma Dray (Mélanie Laurent) son los policías que les dan caza; y Thaddeus Bradley (Morgan Freeman) y Arthur Tressler (Michael Caine), los que mueven ciertos hilos tras la palestra. Un fantástico reparto coral que funciona a las mil maravillas.

El trepidante truco de magia de ‘Ahora me ves’ es de agradecer. Intenta algo nuevo y entretiene con solera durante sus casi dos horas de metraje. Puede que no sea la mejor ni la más grande, pero, al igual que el tímido juego de cartas del que les hablaba, la película es un guiño fantástico que no requiere grandes pretensiones. Necesita su complicidad. Si la concede, si acepta el juego, si se convierte en la mano inocente, disfrutará.

Ilusiones en Covent Garden

A veces creer en la magia es cuestión de una carta que engaña a los ojos en una maraña de dedos hábiles. Otras es más parte de una tradición, de un día, de una hora, un momento. Verán. La semana que viene voy a visitar Londres, una tierra a la que le tengo mucho aprecio. Lo que sucede con los recuerdos también es todo un hechizo. Es como cuando hueles a par recién hecho y, por un segundo, pisas las calles de tu pueblo, con ocho años, cogido de la mano de tu abuelo.

Con Londres tengo uno de esos resortes mágicos. Por alguna extraña razón, cada vez que alguien menta a la ciudad de la niebla y los breakfast, me viene esta anécdota a la cabeza:

Paseando por Covent Garden, un mago acaparaba la atención de unas cincuenta personas. Entre el público, un niño pequeño lloraba porque el mago no le había sacado para hacer un truco.

-Eres muy pequeño para éste -le dijo-.

El zagal se apartó del grupo y se sentó en un bordillo dando la espalda al público, a su familia y al artista. A mitad del espectáculo, el mago reparó en el muchacho y se detuvo en seco. Tras un largo segundo en silencio, soltó las cartas que tenía en la mano quedando repartidas por el suelo. Se acercó a la acera y se sentó junto al chico. El pequeño miró a su lado y no pudo evitar sorprenderse.

-Necesito lo que me has robado para hacer magia -subrayó el mago en tono acusativo.

El niño abrió los ojos hasta no poder más y respondió:

-Pero yo no tengo nada.

El mago se incorporó y se puso de cuclillas, frente a frente, colocando su mano junto a la oreja del niño. Aleteó los dedos y, cuando todos esperábamos ver una carta saliendo del cogote del chaval, puso su dedo índice en la comisura de la boca del niño y empujó hasta que consiguió una sonrisa.

-Mi pequeño amigo, soy un ilusionista y necesito ilusión para trabajar.