Charlie Hebdo, en memoria de Ernest Scribbler

Esta podría haber sido la guerra más bonita de la Historia. Una hermosa batalla de finas ironías, escaramuzas de sarcasmos elocuentes, estrategias de insultos creativos y mapas de dibujos afilados. Pero no. En vez de contestar un chiste de Mahoma con otro mejor sobre Hollande, optaron por la violencia. El 11-S francés, como titula el diario Le Monde. Encapuchados armados hasta los dientes entran en una redacción para acribillar a la libertad de expresión, sembrar el miedo y justificar la ira.

La tragedia de la revista Charlie Hebdo nace del mismo sentimiento que llevó a Kim Jong-Un a desafiar a Hollywood por una película que parodiaba su muerte (el mismo sentimiento, por cierto, que llevó a unos aficionados de fútbol a lanzar a un rival por un puente): fanatismo. Vivir creyendo que tienes derecho a hacer lo que quieras, con quien quieras, cuando quieras, por una convicción indiscutible.

Es el poder de la palabra, de las historias, del arte. Del humor. Un arma cargada de futuro que sacude los cimientos del fanatismo hasta ridiculizar su propia existencia. Alan Turing (Benedict Chumberbatch) lo repite varias veces en ‘The Imitation Game’: «sin el placer de la respuesta, los violentos no disfrutan de la violencia». Se refiere a una respuesta basada en el llanto, el grito, el miedo, la sumisión… Eso es lo que, decía Turing, espera el violento. Por tanto, si se lo quitas, le derrotas.

En los últimos días hemos llorado. Pero, joder, mentiría si no dijera que me he emocionado con la respuesta de escritores y dibujantes. Una rebelión de viñetas que, de un golpe, han unificado un espíritu en el que merece la pena creer: la pluma sigue siendo más fuerte que la espada.

Puestos a matarnos, matémonos de risa. Recordemos la vida y obra del genial Ernest Scribbler, el escritor que derrotó al ejército nazi gracias al chiste más gracioso del mundo. Un chiste que, con solo escucharlo, morías ahogado por una carcajada infinita. En 1945, la convención de Ginebra prohibió su uso por ser «demasiado peligroso» y, en 1950, lo enterró en el cementerio de Berkshire. O, al menos, eso es lo que nos contaron los Monty Python.

Morir de risa, qué bella guerra.

Yo también soy Charlie Hebdo.

Lo que aprendí de George Harrison

Si volviera a empezar, aprendería a tocar la guitarra. Así, como George Harrison. Y me miraría al espejo mientras bailo mis dedos por sus cuerdas, provocando un gentil sonido que haría llorar al mismísimo Eric Clapton. Retando al mundo y a sus problemas a que pasen de largo, a que se sienten conmigo a saludar al sol de la mañana, a tararear un mantra que no entiende de religiones, my sweet lord.

La mitología de los Beatles es un importante capítulo de la historia moderna, por su repercusión inmediata, global y artística. Martin Scorsese dirige ‘George Harrison: Living in the Material World’, un ambicioso documental que se sumerge en la memoria del Beatle espiritual. Tres horas y media de fotografías, entrevistas a amigos y familiares y declaraciones del propio Harrison. Tres horas y media que, si de mí dependiera, sería de obligado visionado en las clases de música –si es que siguen existiendo- del instituto.

La película no busca la lágrima fácil ni un recuerdo manipulado por el impulso del fanatismo. Es un repaso meticuloso a las decisiones que llevaron a George Harrison a cambiar el ácido y la fama más brutal, por la meditación y la dedicación a su gran amor: la música. Un camino en el que hizo grandes amigos y grandes equipos. Él fue, por ejemplo, el productor de ‘La vida de Brian’ después de que ninguna gran multinacional se atreviera con el guion de los Monty Python.

Lo curioso es que, después de tres horas y media de documental, será imposible que no rebusquen en su videoclub particular (o Youtube) para ver –y entender- el concierto que los amigos de George Harrison, liderados por Eric Clapton y Paul McCartney, organizaron un año después de su muerte, en 2002.

¿Qué aprendí de George? Que la pasión es el camino de la excelencia.