Oblivion

Hay algo en el futuro imaginado desde el pasado que tiene un encanto eterno. Los ruiditos ‘bips’, las mesas redondeadas, las pantallas con gráficos y señales de audio, la simpleza absoluta en el trazo y las líneas de Le Corbusier: el vacío llenando los huecos. Joseph Kosinski (‘Tron 2’) prosigue en su ambicioso romance con el retrofuturismo en ‘Oblivion’, atractiva fábula que interpreta al ‘Hollywood-way-of-life’ una de las películas de ciencia-ficción más arrebatadoras de los últimos años. ¿Cuál? Mejor que no lo sepan.

Jack (Tom Cruise, ‘Misión Imposible’) y Victoria (Andrea Riseborough, ‘Disconnect’) son un eficiente equipo técnico que trabaja en un desolado planeta Tierra, a la espera de cumplir su objetivo para viajar a Titán, el nuevo hogar de los humanos. En una de sus expediciones diarias, Jack sufre un ataque de los ‘Scavs’, último reducto de la raza alienígena que intentó invadir el planeta. Lo que no podía imaginar era que su gran enemigo viajaba en su mente.

El guión de Kosinski no es muy limpio. En algunos tramos resulta enrevesado y poco afinado, dejando a los personajes secundarios (Nikolaj Coster-Waldau, ‘Juego de Tronos’; Olga Kurylenko, ‘Quantum of Solace’; y Morgan Freeman, ‘Invictus’) en un injusto limbo. Lo que contrasta con la pulcritud de lo que vemos en la pantalla. De hecho, los amantes de la tecnología verán muy saciada su necesidad del ‘cacharreo’ innovador (para los amantes del píxel, mi aparato favorito es un bazuca con aires de ‘Nintendo Scope’). La mezcla, sin embargo, funciona. Y el producto final es un digno entretenimiento con visos de -la taquilla dirá- una nueva saga.

La música de M83 y la visión de Kosinski consiguen que ‘Oblivion’ merezca un hueco en la lista de aciertos del año. Este director, a poco que le dejen espacio, conseguirá una película redonda. Lo que está claro es que ha sabido crear un lenguaje visual fácilmente reconocible, un acierto que, seguro, traerá buenas consecuencias para su cartera. Y para nuestros ojos.

Mamá

La idea del miedo es más poderosa que el miedo en sí mismo. Seguro que conocen a alguien que cuando ve el trailer de ‘Mamá’ en la televisión aparta la mirada o cubre el rostro con la mesa camilla. Eso es generar miedo, generar morbo y, por tanto, engordar la taquilla a base de ‘valientes’ que buscan su dosis de terror. ‘Mamá’ ha hecho los deberes con una campaña de promoción perfecta: una joven promesa detrás de las cámaras (Andrés Muschietti), un productor consagrado cubriéndole las espaldas (Guillermo del Toro), dos intérpretes de moda y unas perturbadoras imágenes de dos niñas correteando como demonios encorvados. La idea del miedo, un éxito. ¿El miedo real, el cinematográfico? Insuficiente.

No soy un gran amante del cine de terror. Es difícil que los sustos y la histeria del grito angustioso me encandilen. Pero es cierto que estoy rodeado de amantes del género que han salido fascinados con la propuesta del recién llegado Muschietti; ahí lo dejo. El caso es que a mí me ha sabido a un chicle estirado, nada comparable al corto en el que se basa. De hecho, ése es su gran problema: el galimatías telenovelesco que rodea al núcleo de la cinta, la inmensa cantidad de excusas para recrearse en los veinte minutos originales.

‘Mamá’ arranca como un cuento de terror, adulto. Una suerte del mito de El Emilio de Rousseau en versión fantasmagórica. Por no destripar mucho, digamos que Lucas (Nikolaj Coster-Waldau) debe hacerse cargo de sus dos sobrinas, abandonadas por su padre en una casa espeluznante. Las niñas, alejadas del recuerdo, se comportan de una manera tétrica y escabrosa, se mueven como arañas y comen como hienas. Annabel (Jessica Chastain, lo mejor de la película), la novia de Lucas, tendrá que hacer de madre de las pequeñas, algo que no le gustará mucho al espíritu que rodea a las pequeñas. En fin.

No me convence mucho en ninguna de sus facetas. Es verdad que hay varios sustos y el ‘bicho’ final es bastante alucinante (y feo como él solo, madre santa; otro éxito del simbionte Javier Botet, actor granadino que siempre logra la excelencia en el arte de la monstruosidad). Pero Muschietti abusa de recursos manidos y un guión retorcido que estropea la pulcritud del corto original. ‘Mamá’ gustará, sin duda, a los amantes del género. A los que no sean tan benevolentes, verán, como poco, visos del prometedor futuro del director, de una idea poderosa.

Blackthorn (II)

El último fotograma de ‘Dos hombres y un destino’ (George Roy Hill, 1969) congelaba las vidas de Butch Cassidy (Paul Newman) y Sundance Kid (Robert Redford) a una eternidad en blanco y negro. Inmortales para el cine, la imaginación colectiva les concedió una muerte con todos los honores, épica y trascendental. Una poderosa metáfora visual para describir lo que es y lo que supone la amistad.

Cuarenta y dos años más tarde, Mateo gil (‘Nadie conoce a Nadie’, ‘Ágora’ -guionista-) rinde un sentido homenaje a lo que tal vez fue y nunca sabremos. Según ciertos rumores, Butch y Sundance -dos bandidos históricos- sobrevivieron al tiroteo de Bolivia, consiguieron escapar y pasaron sus últimos años en Suramérica. Pero claro, ya que sus nombres estaban pegados bajo enormes carteles de ‘Se Busca’, utilizaron identidades secretas. James Blackthorn sería el otro Butch Cassidy; y la película de Mateo Gil, su otra historia.

El cine español guarda pequeños destellos que, por lo visto, hay que subrayar con sangre para que el gran público se cerciore. ‘Blackthorn’ es uno de los grandes estrenos del verano -quizás del año-, un ejercicio alquímico para resucitar el western más palpable, estético y cinematográfico. Un relato sostenido por un guion que parece escrito por el mismísimo Cassidy, una dirección brillante y un equipo artístico tan mágico como la triada más temible del lejano Hollywood. Sam Shepard y Nikolaj Coster-Waldau (Jaime Lannister en ‘Juego de Tronos’) bordan la estela de Paul Newman, y Eduardo Noriega y Stephen Rea espléndidos en la segunda línea del tiroteo.

Sin complejos. Sin envidias. ‘Blackthorn’ planta cara a la mismísima ‘Valor de Ley’ a lo largo de sus 90 minutos de puro talento. Es un ensayo sobre la soledad, la muerte, el olvido y, por supuesto, la amistad. Al terminar, con el sabor a whisky, el aroma del desierto y el borboteo de la sangre aún presentes, sabrán que las leyendas no se congelan, que siempre que haya dos hombres, habrá un destino por el que cabalgar.

Mateo Gil, bravo.