Blackthorn (I)

El silencio se orquesta con las pisadas de un caballo al trote, el crujir de la madera en una hoguera al caer la noche, la pólvora que tentó la suerte y que hoy te dejó vivir. Bajo un sombrero henchido en cicatrices, entras en comunión con los naranjas del cielo y los azules del tiempo: el aroma recuerda a tu primer robo, unos tristes vaqueros que prometiste pagar algún día; el sabor del whisky a la vez que ligaste con la bailarina equivocada, hija del tipo que te debía pagar; el borboteo de las piernas, como si la sangre no encontrara su sitio, a los hijos de puta que aún te persiguen, que han puesto precio a tu cabeza, que te obligan a dormir a la intemperie. Que te desean la muerte.

“La muerte”. Pensar en ella es como recordar a una vieja amante a la que prometiste no volver a meter en tu cama, sin remedio. Resulta curioso: matar es ganar, morir es perder. Pero el proceso es el mismo. No conocerás a ningún hombre que sepa describir lo que se siente al hundir el gatillo. Ninguno es consciente de la verdad tan absoluta que se dispara con cada chasquido. Porque nadie vive en el Oeste, todos sobreviven. Es una partida de cartas en la que te juegas los cuartos con cuatro tipos que esperas sean peores tahúres que tú.

Y cuando sabes que vivir o morir es cuestión de suerte, la sonrisa socarrona se torna en un duelo constante. Las frases no se acortan, los insultos no se endulzan, los piropos no mienten. Porque si la muerte siempre te persigue -bajo la torre del reloj, en el banco, en las serpientes del desierto, en la sed de la travesía o aquí y ahora, en la intemperie-, ¿qué sentido tiene temerla? “Teme al olvido, chico. Teme a que seas una sombra más que pasó de largo”, le dices.

“El miedo”, repites mientras miras a tu lado y te haces valiente. La amistad es lo más grande que hay en el mundo, lo que transforma el aroma, el sabor y el borboteo en un tesoro incalculable. Si el amanecer me trae la muerte, mi amigo, mi compinche, mi hermano, empezará mi leyenda. No sé si somos Butch Cassidy y Sundance Kid. Pero qué quieren que les diga, la muerte me pillará cabalgando. O riendo. O brindando por una vida plena.

Western (I): Grupo Salvaje

El nombre lo es todo: decidirá el respeto que profesas, la gloria de tu leyenda y, en consecuencia, el puñado de dólares que vale tu cabeza. El vaquero es tan héroe como villano. Es sucio, tiene arrugas y suda -casi se puede oler su presencia-. Su voz rasgada por el tabaco y el alcohol habla, pedante, de los cadáveres que dejó atrás y de las mujeres que gritaron por última vez. Pero también de los hermanos de sangre, las hazañas que limpian su espíritu y el código de honor, nunca escrito, que jerarquiza una vida mercenaria.

El Western es el género que nos reconcilia con nuestros pecados. El más humano, porque describe a la perfección la ambigüedad del hombre. Cuando Pike Bishop (William Holden) entra en el pueblo vestido con un uniforme militar, al principio de ‘Grupo Salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969), sus pasos solo son silenciados por el sermón de un cura que pide a sus fieles que abandonen el alcohol y que firmen por una vida ejemplar a los ojos de Cristo. Lejos de ser el justiciero que aparenta, Pike desenfunda rápido y atraca la estación de ferrocarril. Mata a inocentes, abandona a sus compañeros caídos en la refriega y brinda, con los supervivientes, por el botín obtenido.

La película de Sam Peckinpah es como una tarde de ajedrez. Nadie juega siempre siendo las blancas o las negras; todos, tarde o temprano, nos situamos al otro lado del tablero. Lo que nos define es la formar de actuar en cada bando. Que, en el momento de dar el jaque mate, rodeado por la más triste soledad, seas consciente de que el otro, el que está a punto de morir, merece un lingotazo de whisky a su salud. Y poder decir: “Fue un honor, amigo”.

‘Grupo salvaje’ se estrenó una semana después de ‘Valor de Ley’, en 1969, y no pudo con el buen hacer de John Wayne. Hoy, 42 años después, los Coen desempolvan el clásico con un Jeff Bridges imponente y creo que es de justicia recordarles a ellos, a la banda de Pike; a los que perdieron el duelo y engradecieron la leyenda de la película. Porque sí, porque puede que el ‘Grupo salvaje’ fueran unos cabronazos. Pero fueron la clase de hijos de puta que te gustaría tener cerca el día que un ejército se cierna sobre ti. La clase de hombre con la que nunca se muere, con la que te haces leyenda.

Aldo Sambrell

Aldo Sambrell no fue un hombre bueno. Ni feo. Ni malo. Su nombre no aparece subrayado y en negrita en las enciclopedias de cine. Tampoco fue uno de esos tipos de mirada azul electrizante y una estantería repleta de galardones, títulos honoríficos, medallas y demás utensilios de baño. Porque Aldo Sambrell, antes que famoso, era actor. Un trabajador. Un artesano que cuidaba los detalles de la voz al igual que un alfarero mima el barro que cae del torno.

El sábado murió. La bomba informativa, como pueden imaginarse, fue inexistente. Sambrell nació en Vallecas, hace 79 años. Su cara es como la de aquel niño con el que jugabas de pequeño, en el patio del colegio, pero que luego nunca volviste a ver. Hasta una tarde de otoño, cuando te lo cruzaste por la calle y pensaste “¿de qué me suena esta cara?” Él fue el malo de un centenar de ‘spaguetti westerns’ en sus años mozos. Y, de viejo, Dios sabe cuántas veces se habrá enfadado al escuchar lo de eres más lento que el caballo del malo. “Qué sabréis vosotros de caballos”, pensaría.

Uno, que cree en la justicia poética, está convencido de que algún productor de Hollywood, revisando los periódicos del día, leerá la biografía de Aldo y verá, rápido como una bala, que su vida fue un guión maravilloso: huye de una guerra en Madrid, crece en México, se convierte en futbolista en el Puebla y Monterrey, cantante de rancheras, estudia Arte Dramático en Suecia, vuelve a España, juega en el Alcoyano y en el Rayo Vallecano… Y, en 1962, debuta en ‘Atraco a las tres’.

Lo de morir no fue nada nuevo para Aldo. Ya lo había hecho cientos de veces a manos de Charles Bronson, Yul Brynner y Clint Eastwood. De hecho, el fue el único actor que participó en las tres películas de ‘La trilogía del dólar’ con el gran Sergio Leone. Y, puestos ha hablar de leyendas, también participó en ‘Aquí llega el Condemor, el pecador de la pradera’, con Chiquito de la Calzada.

Si el éxito se mide por los resultados que genera un apellido en Google, Sambrell no alcanzó la fama -tal y como la conocemos hoy-. Pero si el éxito, la felicidad, es cumplir con una vocación latente durante todos y cada uno de los días de tu vida, Sambrell fue extraordinariamente feliz.