Sin Sanchos no hay Quijotes

Sin Sanchos no hay Quijotes ni molinos. Ni vastos horizontes sobre los que cabalgar. La aventura del ingenio queda emborronada sin la testarudez de la realidad, del tipo que nos abofetea a la mínima estupidez y nos coloca de nuevo en la senda más vocacional. No, amigos, sin Sanchos no hay Quijotes. Qué arrogantes seríamos si creyéramos que nos valemos con estilosos caballeros de músculos dorados y sonrisas complacientes, intérpretes que conquistan el teatro por una belleza temporal y caduca. Son el talento, el trabajo y el esfuerzo los que consiguen que el hidalgo llegue al final de la carrera convertido en un mito de barba blanca y ojos castizos.

Ayer, cinco millones de pacientes ansiosos se convertían en protagonistas indeseados de un guión repudiado. No encuentran trabajo para desempeñar su vocación; mueren a la sombra de dos tes, un formulario y una entrevista concisa, clara y corrupta: «¿gratis?» Queremos ser estudiantes con opciones de futuro, la revolución de la era, los que pronuncien otra vez el discurso: «Nos, que somos tanto como vos, pero juntos más que vos…» Pero no nos dejan.

Fíjense, qué tontería. Muere Pepe Sancho y me pongo a pensar en Quijotes. Supongo que todo es fruto de una conexión involuntaria, una de esas quimeras química de la quintaesencia humana. Un sinsentido que brota cuando no sabes dar la explicación correcta: leí muere Sancho y entendí que morían los Quijotes. Porque Pepe Sancho es un actor de raza, puro en su pecado, grave y físico, curtido por un error tras otro que le hizo cambiar su estatus de estudiante por la cátedra del maestro.

Pienso en Sancho y en su ejemplo vocacional. En cómo es posible otorgar a tu lugar en el mundo la trascendencia necesaria para llegar a ser Quijote. Él, que tantas veces fue el malo, el pesimista, el estafador y el maleante. Pienso en Sancho y leo que cinco millones aspiran a ser estudiantes, a sentirse realizados para, un día, dejar una huella en su pequeña parcela del universo. Nos quedamos sin Sanchos y eso, amigos, resiente a los Quijotes. Dicen que no saldremos de esta y, por eso, ahora más que nunca, echaremos de menos a un Sancho como este Pepe que nos de una hostia sonora subido al escenario y pronuncie una de esas frases que, en su garganta crujiente, eran pura poesía: «Qué cojones, ¡levantate cabrón y pelea! ¡Pelea!»

Battle Royale, el paro insostenible

Los japoneses, esos entrañables tipos que cuando hacen huelga trabajan más, diseñaron un escenario ficticio para plantear qué harían con la sociedad de llegar, válgame el cielo, a una cifra de paro insostenible, insoportable e infernal: el 15% de la población desempleada. La solución, evidente para sus ojos rasgados, la plasmaron en la película ‘Battle Royale’. Versión gore y bárbara de un reality televisivo en el que, para nivelar el estado del bienestar, mandan periódicamente a una clase de un instituto japonés a una isla con el único objetivo de matarse entre ellos. ¿Por qué? ¡Porque no hay empleo para el 15% de la población! ¡Caos, caos, rebelión! ¡No hay trabajo!

Nosotros, los españoles, también tenemos nuestro método. ¿Que el 22,85% de la población está en paro? No se preocupen. ¿Que hay 5,27 millones de personas esperando un milagro? Tranquilos: estrenamos Gran Hermano 12+1. Antes de que algún descabezado me malinterprete, no, no estoy proponiendo una reforma educativa que incluya la decapitación. Pero sí estoy extrañado con el clima general, mucho menos irascible de lo que, creo, debería ser.

La verdad, al otro lado del cristal, es que miro la avenida principal y veo a una turba enfurecida comprando trapos rebajados. Veo bares a reventar, tapas bailar y copas que van y vienen. En serio, ¿dónde está el dinero? No sé si conocen a alguien que sufra el paro, de verdad. Que se obligue todas las mañanas a renovar su ilusión, a creer que es posible, que su currículum hoy tendrá sentido. Y un día y otro. Una tragedia que sólo puede comprender el que está o ha estado así, pendiente de un hilo fino, minúsculo y transparente.

He aquí mi ficción: a todos esos que están en el paro pero cobran por otros métodos más oscuros. A todos los que se aprovechan para crear puestos de trabajo ridículos e insultantes. A todos los que esconden dinero en paraísos fiscales o bajo el colchón. A todos los que consideraron que su dedo valía más que cualquier formación. A todos los que nos retienen bajo su manto de mediocridad. A todos esos, un viaje pagado a una isla perdida repleta de navajas. Y que no se salve ni uno.

Una historia de miedo

Ana es una señora entrañable. Tras una mirada risueña y una expresión conmovedora, la limpiadora de la Facultad de Odontología de Granada cuenta su historia como el opositor que canta temas. Son tantas veces, dice, que es imposible olvidar. Claro que, ¿quién olvidaría la vez que charló con dos fantasmas mientras barría un aula? Esta y otras historias las pueden encontrar en un especial que ha realizado el equipo de ideal.es: ‘El mapa de las historias de miedo de Granada’. Una virguería 2.0 tan entretenida como escalofriante -si es que son de los que se creen estas cosas-.

Pero no les quiero hablar de espíritus, quiero hablar de ella. De Ana. Y de cuál es, a mi juicio, la verdadera historia de miedo: tiene 72 años (disculpa, Ana, la indiscreción). A esa edad, por muy jovial que sea uno, la vida debería ser otra cosa mejor. No me refiero al trabajo en sí, que me parece absolutamente necesario y respetable. Subrayo los 72 años, por Dios. ¿No es hora de disfrutar?

Está claro que el sistema es el sistema y cambiar la normativa para obtener una jubilación digna debe ser más complicado de lo evidente. Pero conforme Ana me contaba su caso, dos imágenes se juntaban en mi cabeza. Bueno, más bien cinco millones. ¿Qué va a pasar con todos los jóvenes que engrosan las listas del paro dentro de cuarenta o cincuenta años? O sea. Ya es triste contar hasta infinito para empezar a trabajar pero, ¿qué pasará cuando se acabe la espera? ¿Moriremos anclados a la oficina?

No les engaño, Halloween me la trae al pairo. Los fantasmas, las apariciones y toda la pesca paranormal. Lo de disfrazarse me parece muy divertido. Ahora, si lo que buscan es miedo, un temblor que recorre la espina dorsal como un meridiano universal, hagan la cuenta de la vieja: ¿cotizaré lo suficiente como para poder jubilarme en vida?

Tic, tac, tic, tac…

The Company Men (y II)

“Mi vida se ha terminado y, ¿sabes lo peor? El mundo sigue funcionando. No le importo una mierda”. La frase es de uno de los miles de despedidos en GTX, una inmensa multinacional que durante años ha procurado grandes riquezas a sus hombres y que ahora, consecuencia -también causa- directa de la crisis, les echa a la calle. ‘The Company Men’ es la continuación ficticia del documental ‘Inside Job’ desde una óptica muy interesante. De hecho, me fascinó el arranque de la cinta: imágenes estáticas de los pequeños y grandes detalles que decoran la clásica vivienda estadounidense que estamos hartos de ver en el cine (dos plantas, patio para barbacoas, canasta de baloncesto sobre el garaje… ya saben). Y, desde el principio, la sensación es la misma: “Estamos rodeados de opulencia”.

El presidente de GTX aprovecha la ausencia de su segundo al mando, Gene McClary (Tommy Lee Jones), para iniciar una tanda de despedidos masivos en su empresa. Bobby Walker (Ben Affleck) es uno de ellos. Acostumbrado a jugar al golf por la mañana, a comidas copiosas en restaurantes de lujo y a pasear con su Porsche, Bobby sufrirá el peso de un currículum altamente cualificado en un mundo que no puede mantener su nivel de vida.

John Wells cambia la televisión (Urgencias, El Ala Oeste de la Casablanca) para estrenarse como director con una película que nos regala una reflexión tan espeluznante como necesaria. Además, reúne a un reparto muy acertado liderados por la experiencia de Tommy Lee Jones Jones, Chris Cooper -siempre excelente- y Kevin Costner. Este último con un papel comedido, pero muy bien llevado. Y, con respecto a Affleck, se vuelve a demostrar la teoría: no es un gran actor, pero sabe involucrarse en proyectos de alto nivel. Sus dos últimas películas, ‘The Town’ (como actor y director) y ésta, son grandes trabajos.

‘The Company Men’ es un puñetazo en la mesa del director de su empresa. Un mensaje a todos los tiburones que eliminaron un recurso humano para incorporar una nueva sala de reuniones, un plasma en la sala de juntas o un coche para la empresa. Es, en definitiva, el ajuste de cuentas que no sucederá jamás.

The Company Men (I)

Nada más terminar la película, ‘The Company Men’, me fue imposible no recordar una de las más terribles charlas que tuve con mi amigo Enrique. El tipo estaba visiblemente desanimado; después de varios años trabajando entre directivos, un recorte de personal se cruzó de bruces en sus aspiraciones laborales. Jodiendo, de paso, el resto de su vida. Varios meses más tarde, con una larga lista de currículums entregados, un técnico de la Junta, de esos que se supone que te ayudan a encontrar trabajo, le dijo esto: “Eres hombre, de mediana edad y con un buen cv, y por lo tanto aspiraciones. Olvídate de encontrar trabajo en Granada”.

Vivir a expensas de una casualidad, de una llamada de ese amigo que puede enchufarte o de que alguien muera en la oficina en la que trabajas como becario y caiga la breva, es tremendo. Una sensación que sólo pueden entender los que la han vivido. Los que han sufrido madrugadas en vela y mañanas pasando páginas de la agenda, en blanco.

Te cuestionas. Pones en duda tu formación. Te vuelves a cuestionar. Te planteas hacer un curso, otra carrera u otro módulo. Dudas. Decides aprovechar la oportunidad para retomar el proyecto que siempre quisiste hacer. Pero no, no hay medios. Inestable. Sol a Sol, la vida se convierte en un goteo incesante de ticks tacks que te roban tu lugar en el mundo. Te desubicas. No vale soñar, no puedes creer, no hay que saber. Sólo esperar.

Todo el mundo tiene un consejo, una advertencia y una propuesta que hacerte. Lo ven tan claro que resulta insultante. Ellos no lo están viviendo… Pero un día, la rueda gira. Y descubres que de todo se aprende. Hasta de la nada.

Quizás esa es la conclusión más importante de ‘The Company Men’, que somos mucho más que un trabajo. Que no podemos dejar que nuestra vida dependa de una rutina establecida. Que no somos ‘company men’, somos personas.