Butacas vacías

No concibo una ciudad sin cines. Sé que las hay. Pero yo no las concibo. Creo que precisamente por eso –entre otras cosas– no podría vivir en un pueblo o no sería un buen candidato para la rutina campestre. Eso de salir a la calle y no pasar por delante de ninguna cartelera, me parece insufrible. Un castigo inmerecido para cualquier persona. Una vez, un amigo me contó emocionado que habían estrenado en su pueblo una película que tenía muchas ganas de ver. Llegaba con varios meses de retraso y los vecinos podrían disfrutarla en horario de tarde, de jueves a domingo. Y nada de multisalas, por supuesto: una proyector, una sala, una película.

Cada vez que viajo suelo fijarme en los cines que pululan por el mundo. Los hay imponentes y diminutos, pero todos tienen ese porte de embajada de un lugar común que los hace entrañablemente acogedores. Y resulta que nunca estuve en Pontevedra –pondré remedio, algún día–, pero me apenó igualmente leer este titular: «Cierra el último cine de Pontevedra». Y me destrozó, desubicó y enrabietó el subtítulo: «la única capital de España que no tendrá cines».

Qué barbaridad, ¿no creen? Por favor, que nadie entre en comparaciones. Sé que vivimos en una tragedia constante. Cierran empresas, se pierden empleos, se trabaja gratis, se frustran vocaciones, se olvidan los motivos… La puñetera crisis. Pero, ¿no les parece un símbolo terrible dejar a una ciudad sin pantallas de cine? ¿No les da la sensación de que es como ver el último destello de un barco que se hunde en mitad del océano? ¿Qué realidad veríamos si no pudiéramos compararla con la ficción?

El día de mañana, ese día que tanto esperamos, en el que volvamos a construir una sociedad sostenible, sin seis millones de despertadores abotargados ni colas infinitas de puro aburrimiento, Pontevedra estrenará un cine. Y alguien dirá, acertadamente, «volvemos a contar».