No se hace una idea

Leía un libro de bolsillo apoyado en la pared. Pese a que movía sus labios mientras paseaba la mirada por las hojas, no hacía ningún ruido. Era como una sombra camuflada tras la cola de la taquilla, impertérrito ante el follón que una pandilla de adolescentes congregaba bajo el luminoso de los horarios. «¡Pero es que está muuuuu buena!», grita uno. Y el resto asiente con reverencia de jauría. Hablan de una veinteañera, alta y morena, que espera, sola, al final del pasillo, con el móvil en una mano y una bolsa con dos refrescos en la otra.

En lo que tardan en llegar a la taquillera, el grupo de jóvenes no ha bajado ni una pizca el volumen. Es una piara de hormonas desbocadas. Los piropos –algo obscenos, pero piropos a fin de cuentas– van acompañados de risas nerviosas y de repeticiones al estilo de una misa de Harlem. Por fin, una educada voz femenina les pregunta qué desean. Un par de segundos más tarde, repite: «Chicos, ¿qué queréis?» La ignoran. Eleva un poco la voz, no demasiado, e insiste: «¿Que qué queréis?» El que lleva la voz cantante se gira lentamente y suelta un escueto «¿qué?» La taquillera, dolida, exhala un leve «joder» que casi no se escucha, y vuelve a su papel: «¿Qué desean?»

«¡Qué maleducada! ¿No le enseñó su madre a no decir palabrotas?» La voz cantante juega a la indignación. Hace aspavientos con los brazos y zapatea en el suelo para que sus amigos, y todos los que pasan por la puerta del cine, sean conscientes de la injusticia que está sufriendo. El pobre. «¡No va y dice joder!» Un señor-como-la-copa-de-un-pino le da una colleja al chaval y le invita a dejarse de tonterías, a comprar su entrada y a cerrar la boca de una puñetera vez –ovación cerrada–.

La masa adolescente se menea inquieta, maldice un poco y termina comprando a regañadientes sus entradas. La taquillera da las gracias al señor-como-la-copa-de-un-pino y sonríe a la marabunta. La marabunta se marcha y chifla al pasar al lado de la guapa veinteañera. La guapa veiteañera se gira y cruza su mirada con el señor-como-la-copa-de-un-pino. El señor-como-la-copa-de-un-pino clama al cielo: «¿Son así todos?»

Al otro lado, un libro se cierra: «no se hace una idea».

El cumpleaños supera a la ficción

Hace mucho, mucho tiempo, en una calle muy, muy lejana, hicimos botellón. Sí, así es, lo confieso. Por mí y por todos mis compañeros. Bebíamos en una placeta y celebrábamos el cumpleaños de una amiga rodeados de pipas, botellas de cristal y vasos de plástico. Y no es que esté especialmente orgulloso del asunto -ni todo lo contrario-, pero es posible que llegáramos a emborracharnos. Venga, va, sinceridad: nos emborrachamos como el que más. Y nos lo pasamos estupendamente. Hasta que, vaya usted a saber por qué, empezó un fuego en el balcón de un edificio abandonado.

Mi amigo Jeff y yo decidimos, cívicamente, que no podíamos quedarnos con los brazos cruzados. Que podría haber un mendigo inconsciente rodeado de humo y llamas. O, tal vez, una rubia despampanante que quisiera besar al héroe de la noche que la rescatase de tal infierno. Ambas opciones nos sonaban francamente creíbles. El problema es que ninguno de los dos teníamos ningún superpoder que pudiera ayudar en una situación de estas características. Aún. Así que, inteligentes ambos, optamos por, claro, utilizar el intelecto.

“¿Cuál es el problema?”, un fuego. “¿Cómo lo combatimos?”, con agua. “¿Tenemos agua?”, no. “¿Pero qué elemento que no puede faltar en ningún botellón sí tenemos?”, ¡hielo! Y así fue como, raudos y veloces, nos dispusimos a lanzar pedruscos helados al balcón en llamas. Al poco, un okupa descontrolado se asomó por el balcón con un cuchillo jamonero en la mano clamando al cielo por el bastardo hijo de mala madre que tiraba hielos contra él y su hoguera. Después, salió a la calle y, sin soltar el cuchillo, nos preguntó por los lanzadores de hielo. Le dimos una descripción minuciosa de los dos imbéciles que habían salido corriendo hacía ya varios minutos.

Me he acordado de todo esto al leer la noticia de la jovenzuela danesa que quería celebrar su cumpleaños en paz y terminó recibiendo en su casa a 4.000 adolescentes en celo por culpa de Facebook y de los dos imprudentes que siempre desatan estas situaciones. Una muestra patente de que la realidad siempre supera a la ficción, dejando en un recreo de párvulos la exageración etílica de ‘Project X’ (Nima Nourizadeh, 2012).

No se lo tengan en cuentan. Ya saben, la juventud. La ignorancia. Todos tan atrevidos.

Project X

‘Project X’ es una oda al botellón. O, quizás, una crítica ácida e incisiva contra los modelos de la juventud del primer mundo. En cualquier caso, no es una buena película. Y pudo haberlo sido, ojo, de haber estrujado el salvajismo realista que la inspira en vez de apostar por una serie de convencionalismos adolescentes que dejan ese maldito regusto a «esto ya lo he visto».
Tres jóvenes con un tremendo parecido a la versión quinceañera de los protagonistas de ‘Resacón en las Vegas’ (su director Todd Philipps es el productor de ‘Project X’) organizan la fiesta de cumpleaños de Thomas, un pringado del instituto que no goza de ninguna popularidad. Como pueden suponer, la celebración se desmadra con más invitados de la cuenta, más alcohol de la cuenta y más drogas de la cuenta. Es, como les decía, lo que no vemos en ‘Resacón’ pero con zagales.

La gran baza de la película es su formato, que sigue la estela de la reciente ‘Chronicle’. El montaje simula que toda la película es un falso directo montado con las grabaciones de los propios adolescentes (cámaras de fotos, de vídeo, móviles). Sin duda, el gran interés de la cinta y lo único que no la convierte en una más del montón.

Con un humor basado en el exceso y el ‘pelotazo’, la hora y veinte escasa de proyección puede resultar hasta entretenida. Eso, siempre y cuando no se la tomen muy en serio, especialmente los últimos veinte minutos, que caen en un agujero oscuro e incomprensible que sobrepasa los límites razonables de la historia.

Si las aspiraciones de estos jóvenes tienen algo que ver con la realidad, tenemos un problema.