Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!

La elección del título español, pese a que es horripilante, es muy acertada: ‘Resacón 2: ¡Ahora en Tailandia!’ ¿Por qué? Porque es exactamente la misma película que vimos hace un par de años pero, ahora, en Tailandia. Y al decir ‘exactamente’, quiero decir secuencia a secuencia. El desencadenante de la historia es el mismo, el nudo está forjado en las mismas tensiones y el final repite el mismo esquema para resolver el embrollo. Por todo este párrafo casi cacofónico es por lo que las críticas internacionales han sido muy duras con la película de Todd Philips. Y tienen razón: son los mismos chistes bárbaros, irreverentes y políticamente incorrectos de la primera entrega… Pero qué panzá de reír, niño.

A ver. Aquí sucede lo que yo llamo la ‘teoría Manuel’. Verán: Manuel es un amigo que tiene un repertorio de chistes infinito. El tipo puede estar contando uno detrás de otro durante toda la noche (true story). La cosa es que a sus amigos, como le hemos escuchado tantas veces, algunos ya nos empiezan a sonar repetidos. Pero claro, los cuenta con tanta gracia, con tanto desparpajo, que nos partimos de risa igualmente. Con ‘Resacón 2’ se cumple la ‘teoría Manuel’: si te lo pasaste bien con la primera, también lo harás con la segunda. Es así de simple.

Ahora bien, el efecto sorpresa de la original es impensable. De hecho, nadie podía suponer el éxito que cosecharía la de Las Vegas -la mayoría de los que fuimos al cine a verla nos quedamos a cuadros: es una gran comedia- y, claro, esta vez, era difícil entrar a la sala sin unas expectativas atroces.

La sonrisilla socarrona que se les quedará al final de la proyección está asegurada. En gran medida por la nueva sesión de fotos del viaje -inconmensurables- y por el gusto de ver, otra vez, a Zack Galifianiakis, el cómico que roba toda la atención de la cinta. Qué grande eres, Zack.

Resacones

Subirte en un autobús nocturno de Londres exige un mínimo de atención que, para los foráneos, no siempre está disponible. Volvíamos de fiesta de un bareto cuasi clandestino llamado coloquialmente ‘El Pepe´s’, muy cerca de la parada de metro de Tottenham, frente a la estatua de Freddie Mercury en el Dominion Theatre. Íbamos al antro una noche al mes o así, no por su música -Bisbal no suena mejor en ningún otro meridiano-, sino porque era frecuentado por muchos españolitos -de ahí el nombre- y era un buen lugar para sentir la patria y brindar por las buenas cosas de la tierra que echábamos de menos con gente que las sabía valorar.

A las tres de la mañana, con todo el pescado vendido y un porcentaje elevado de pintas en el cuerpo, pusimos pies en polvorosa. Las distancias allí son impensables sin metro, así que pillamos el bus 25, conocido también, por cierto, como el ‘free bus’ (otro día, cuando tercie, les hablo del peligro de no pagar un autobús en la pérfida Albión).

A esas horas, conseguir sentarse en el 25 era un milagro. Lo más probable es que tocara hacer el trayecto a casa como sardinas en lata, apelmazados a otros ingleses de la periferia. Pero, allí estaban: tres preciosos asientos colocados por la gracia de Dios, vacíos, esperando a tres españolitos de rostros encendidos y mirada huidiza. Las butacas no estaban juntas, así que en la siguiente parada, una marea de hooligans entró, aislándonos en una posición cómoda, relajada y, lamentablemente, traicionera.

Nos quedamos dormidos. Fritos por completo. Caput. Con lo que la atención mínima se fue al garete acompañada de nuestra ubicación. Al abrir los ojos nos hicimos la misma pregunta: “¡¿Dónde carajo estamos?!” El bus estaba con el motor parado, con lo que supusimos que debíamos bajar. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el conductor se había evaporado. “Aquí estamos”, dijo uno de mis compinches mientras señalaba con un dedo el nombre de la parada y con otro el mapa. ¿Muy lejos?, pregunté. “Como de Granada a Jaén, literalmente”.

El final de la historia me lo guardo, que es demasiado humillante. El caso es que hoy se estrena la secuela de ‘Resacón en las Vegas’, una comedia irreverente que nos encanta porque, de una manera u otra, habla de un lugar común.