La conspiración

Siempre me he preguntado qué debe sentir el abogado de un etarra. O el del asesino de Marta del Castillo. Incluso en situaciones menos rocambolescas, como la de un político corrupto que juega al monopoly con su pueblo. Acusaciones que suelen llegar a los tribunales con una sentencia firme e indudable por parte de la gran masa social: culpables. Imaginen por un segundo, por un efímero instante, que nos equivocamos con alguno de esos evidentes reos. Que son inocentes, que todo es fruto de una horrible casualidad. Se lo pongo más fácil: ¿Cuánto tardaron en juzgar al niño que supuestamente lanzó un paraguas al campo del Granada CF? ¿Qué sintieron cuando se descubrió que fue un lamentable accidente? En esa sensación, de lo visceral a lo reflexivo, ahonda Robert Redford en ‘La Conspiración’.

El 15 de abril de 1865 Abraham Lincoln muere asesinado en el Teatro Ford. Un hombre disparó la bala que atravesó su cráneo, pero otros urdieron la trama, la conspiración, que facilitó que el gatillo apuntara hacia el presidente de los Estados Unidos. Entre los acusados, Mary Surrat (Robin Wright), madre de uno de los principales implicados y dueña de la casa donde se reunían los asesinos confesos. Para ella también se pide la horca. Frederick Aiken (James McAvoy, este actor me gusta más cada día), un condecorado héroe de guerra, se verá obligado a actuar como abogado defensor de la señora Surrat, una mujer que, para el resto del país, ya era culpable. Ella, sin embargo, se declara inocente.

Robert Redford se mueve con soltura en el cine político. Ya lo consiguió con su ‘Lobos por Corderos’ y ahora repite con ‘La Conspiración’, un película de profundo calado yanki que, sin embargo, sirve como una estupenda clase de historia americana para el resto del planeta. En el cine de Redford siempre juega un papel muy importante la luz y, en esta ocasión, no es menos. Me resultan fascinantes los planes de Robin Wright encerrada en la cárcel, tras un misterioso halo de luz que cruza la estancia, como si se tratara de una virgen renacentista.

Como la mayoría del cine histórico, exige un espectador paciente para un ritmo pausado y muy dialogado. El filme de Redford no guarda muchas sorpresas ni giros inesperados, por supuesto. Pero tiene un cierto encanto visual y dramático muy agradecido. No es la gran película que esperaba; tampoco una decepción. Es una conspiración entre dos aguas.

La crisis, de Golpe

Diez segundos bastaron a George Roy Hill para contarnos qué es la crisis, un piano irónico sobre un travelling tintineante que tienta la tez del tedio: el paro. El primer plano de ‘El Golpe’ (1973) nos muestra una ristra de piernas que esperan, con paciencia agónica, su turno para entrar a la oficina de empleo. Los periódicos, abiertos por la páginas de ofertas, vuelan por el suelo como bolas de heno en el lejano oeste. Una colilla cae al suelo y un zapato lustroso termina la metáfora con un sonoro pisotón. El gánster saldrá unos minutos más tarde con un sobre repleto de billetes, fruto de la estafa y la pillería. Lo que no sabía, por fortuna, es que estaba a punto de toparse con Johnny Hooker, un Robert Redford cargado de swing que le birlará, con la delicadeza de un artesano, la cartera, el honor y cien años de perdón.

Más tarde, Luther (Robert Earl Jones), su compinche, celebrará el botín con un emocionado brindis por un futuro sin tener que contar los guisantes que entran en un plato. Hooker le dirá que disfrute de la vida, que la vida es maravillosa, que hay que jugar…

-No te olvides, estamos en crisis -responde, con rostro adusto, Luther.

-¿Crisis? ¡Ja! ¿Cuándo no ha habido crisis? Siempre estaremos en crisis, viejo amigo.

Aún con la reseca del debate sobre el estado de la nación, sigo con la misma reflexión en la cabeza. Una y otra vez: estoy hasta las pelotas de la crisis. Sí. Sabemos que está ahí. Sabemos que es origen y consecuencia de toda la mierda que flota sobre nuestras costas. Pero, en serio, estoy agotado de escuchar a estos peleles que guardamos como líderes políticos lanzarse pegotes de vergüenza como niños chicos: “¡Esta crisis es su culpa!”, “¡nada de eso, es su culpa!”, “¡Ja, en mi rebota y en ti explota!” Estimado señor Zapatero, distinguido señor Rajoy, 48 horas después -eso son muchos diez segundos- siguen hablando de lo mismo.

Y no es que quiera quitarle hierro a la crisis. Es imposible. Pero estarán conmigo en que no hay sonrisa posible si cada nuevo proyecto, cada propuesta, cada cambio, cada petición, cada nuevo epílogo, se pisa con un triste “no es un buen momento, estamos en crisis”. ¡Ya está bien hombre! Queremos jugar, cambiar la baraja y sorprender al destino con un juego de manos que no veía venir. Ya nos han timado demasiado, ha llegado la hora de ser nosotros los que den el golpe. Como Redford y Newman. Porque, amigos, siempre estaremos en crisis.

No roben un banco. Pero hoy, para variar, rían mirando hacia arriba.

La última fortaleza

Nada más terminar el insatisfactorio partido de España -esperaba, por lo menos, seis chicharros- ejercí mi derecho a la chaquetería y me pasé de cadena para ver ‘La Última Fortaleza’. La película ya me gustó en su momento (‘The Last Castle’. Rod Lurie, 2002), pero, en esta ocasión, el magnetismo intrínseco de Robert Redford me invitó a reflexionar sobre la figura del líder. O, más bien, sobre la escandalosa ausencia de uno en España.

A ver. Con todo esto de que la sombra de la crisis hace sombra a la del ciprés, de la reforma laboral en ciernes y la huelga general, en el horizonte, terminando el cuadro, no veo rumbos ni decisiones. Y eso es justo lo que necesito. El líder, tal y como lo pinta Redford, no es ese tipo tan brillante que nunca se equivoca. No. Es el tipo que, cuando se equivoca, busca soluciones. Y el que, aún cuando todo está en su contra, es capaz de encontrar la fuerza que contagie a sus ‘soldados’ para la batalla.

Qué quieren que les diga. Ni izquierda, ni derecha, ni centro. No veo, en ningún caso, una persona de la que fiarme. Un líder. Sólo veo pijos bien avenidos que, en vez de sufrir con el resto de los mortales, se bajan nuevas aplicaciones para su nuevo y reluciente ‘Iphone 4G’ que, entre todos, les hemos regalado.

Pese a que los usuarios de botellas medio vacías se empeñen en ver en el Mundial un vaso repleto de opio para el pueblo, nos está sirviendo para subirnos el ego patrio. A los militares presos de ‘La última fortaleza’ se les prohíbe hacer el saludo oficial -ya saben, mano sobre la ceja, haciendo la visera- como forma de herirles en su orgullo más íntimo. Y, no es que quiera defender el chovinismo yanki, pero aquí, si sacas una bandera española a la calle, tardan poco en lloverte las hostias ideológicas. A no ser que estemos, como ahora, en un Mundial de fútbol. ¿No es absurdo? ¿No debería representarnos a todos la bandera, sin estúpidos tópicos anquilosados en la involución?

Lo que les digo, necesitamos un Robert Redford pero ya.