La hipnosis de House of Cards

Existe un clímax del espectador que va paralelo al desarrollo de una serie de televisión. Pero, al contrario que una escena o un capítulo determinado, el estado de la persona no acaba con los títulos de crédito. Se mantiene en el tiempo como una obsesión involuntaria, como una escotilla perdida en una isla, como cuando estás perdidamente enamorado y todos los objetos del mundo hacen un guiño sobre ella; sobre la serie.

Es un hambre voraz que solo se sacia hablando. Cualquier excusa es buena para sacar el tema y lanzar la pregunta al aire, en busca de cómplices que, como tú, necesiten su ración de charla: “¿Habéis visto el último de…?” Si son ustedes consumidores habituales de series de televisión, ya saben a lo que me refiero. Es una dolencia fascinante. En fin, estoy obsesionado con ‘House of Cards’, ¿la vieron?

La trama política que protagoniza el ambicioso congresista Francis J. Underwood (Kevin Spacey) tiene el encanto realista de ‘The Wire’ y la poderosa destrucción de ‘Breaking Bad’. Un guión excelente que, sin embargo, no sería tan sobresaliente sin la presencia de Spacey. Él es ‘House of Cards’. Él y su arrollador carisma que doblega a los personajes que le rodean dentro y fuera de la pantalla.

Aunque sería injusto menospreciar al resto del casting, sobre todo a Robin Wright, que intrepreta a Claire Underwood bajo la certeza de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer. Ambos, por cierto, ilustran hasta el extremo otra máxima:el fin justifica los medios… Y el poder merece todos los medios.

Estoy hipnotizado desde los primeros minutos del primer capítulo de la primera temporada. Y cada vez un poco más. Concretamente, cada vez que Underwood se dirige a la cámara para realizar una especie de oscuro confesionario de Gran Hermano con nosotros, los espectadores. Tengo la sensación de que, al conocer sus planes, soy parte de la trama, de la corrupción. Del pecado.

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La conspiración

Siempre me he preguntado qué debe sentir el abogado de un etarra. O el del asesino de Marta del Castillo. Incluso en situaciones menos rocambolescas, como la de un político corrupto que juega al monopoly con su pueblo. Acusaciones que suelen llegar a los tribunales con una sentencia firme e indudable por parte de la gran masa social: culpables. Imaginen por un segundo, por un efímero instante, que nos equivocamos con alguno de esos evidentes reos. Que son inocentes, que todo es fruto de una horrible casualidad. Se lo pongo más fácil: ¿Cuánto tardaron en juzgar al niño que supuestamente lanzó un paraguas al campo del Granada CF? ¿Qué sintieron cuando se descubrió que fue un lamentable accidente? En esa sensación, de lo visceral a lo reflexivo, ahonda Robert Redford en ‘La Conspiración’.

El 15 de abril de 1865 Abraham Lincoln muere asesinado en el Teatro Ford. Un hombre disparó la bala que atravesó su cráneo, pero otros urdieron la trama, la conspiración, que facilitó que el gatillo apuntara hacia el presidente de los Estados Unidos. Entre los acusados, Mary Surrat (Robin Wright), madre de uno de los principales implicados y dueña de la casa donde se reunían los asesinos confesos. Para ella también se pide la horca. Frederick Aiken (James McAvoy, este actor me gusta más cada día), un condecorado héroe de guerra, se verá obligado a actuar como abogado defensor de la señora Surrat, una mujer que, para el resto del país, ya era culpable. Ella, sin embargo, se declara inocente.

Robert Redford se mueve con soltura en el cine político. Ya lo consiguió con su ‘Lobos por Corderos’ y ahora repite con ‘La Conspiración’, un película de profundo calado yanki que, sin embargo, sirve como una estupenda clase de historia americana para el resto del planeta. En el cine de Redford siempre juega un papel muy importante la luz y, en esta ocasión, no es menos. Me resultan fascinantes los planes de Robin Wright encerrada en la cárcel, tras un misterioso halo de luz que cruza la estancia, como si se tratara de una virgen renacentista.

Como la mayoría del cine histórico, exige un espectador paciente para un ritmo pausado y muy dialogado. El filme de Redford no guarda muchas sorpresas ni giros inesperados, por supuesto. Pero tiene un cierto encanto visual y dramático muy agradecido. No es la gran película que esperaba; tampoco una decepción. Es una conspiración entre dos aguas.