Los Miserables

El reto de Tom Hooper (‘El discurso del Rey’) era adaptar un musical que lleva treinta años triunfando en Broadway a un formato cinematográfico que aportara algo distinto; innovador. ¿Y qué es incapaz de mostrar el teatro? Primeros planos, retratos de los actores: emociones contenidas en una mirada descarnada, una barbilla renqueante, un gesto apasionado, creyente, fiel, noble y bello. No hay prismáticos que dibujen con tanto preciosismo los rasgos físicos y espirituales de un personaje como el saber hacer y la contención de Hooper detrás de la cámara: apabullante.

Sería imposible no destacar los siete minutos a pelo de Anne Hathaway, soportando la presión de una cámara que la desnuda en primerísimo primer plano, mientras su Fantine canta la evocadora ‘I dreamed a dream’. Inolvidable el brutal arranque de Hugh Jackman portando el peso de Francia y su estremecedora oración a un Dios al que acaba de traicionar. El musical de ‘Los Miserables’ en el cine es un carrusel de interpretaciones concentradas en la expresión facial de sus actores y en su talento musical. Jackman y Hathaway destacan sobre un reparto fantástico, implicado en cuerpo y alma a un objetivo plenamente artístico, trascendente.

Ése es el gran éxito de ‘Los Miserables’ de Tom Hooper. Y también su gran pecado.

Tres horas de primeros planos no son fáciles de digerir. Estoy seguro de que, vistas por separado, cada una de las canciones del libreto son una experiencia muy grata. Pero, de continuo, y debido al poco espectáculo que acompaña al guion, es comprensible que se haga tediosa, sobre todo en la última parte del trayecto. Creo que Hooper no ha conseguido rizar el rizo: un musical, en un teatro, en vivo y en directo, goza de ciertos elementos escenográficos que justifican la adaptación de la novela durante 180 minutos (con receso en mitad). La película, pese a traspasar a los personajes, no es la misma experiencia. No puede serlo.

En el cine, pese al brillante trabajo artístico, se hace excesivo. Hay demasiado apego al teatro, a un ritmo que la pantalla no sabe digerir con la misma facilidad, estropeando, incluso, la emoción que debería existir en ciertos tramos de la historia (la barricada, Eponin, la huida de Jean Valjean…), minimizando el clímax. ‘Los Miserables’ es un musical de un presupuesto elevado, pero intimista. Talentoso en lo formal, trascendente en lo artístico, pero renqueante en lo narrativo.

Pdt: el doblaje era innecesario.

El Dictador

¿Puede una promoción ser más divertida que el producto final? Y digo más: ¿Puede merecer el teatro y la parafernalia que acompaña a una película justificar el pago de una entrada? La respuesta es sí, en ambos casos.

Para ver ‘El Dictador’ hay que querer ver ‘El Dictador’. Un requisito que puede sonarles a perogrullada innecesaria pero que no lo es bajo ningún concepto: es imprescindible que sepan lo que van a ver. Nada de ir por probar, por echar el rato o porque lo echaron a suerte. La última barrabasada de Sacha Baron Cohen no engaña: es una retahíla constante de improperios, exageraciones, chistes sexuales, racistas, machistas y críticas tan hirientes que podrían ser verdad. Y no todo el mundo está dispuesto a pasar por el aro.

Al Adeen es el jefe político, militar, religioso y comercial de Wadiya, una nación imaginaria que gobierna con mano de hierro y amenazas nucleares. Tras una pequeña traición, Al Adeen se verá perdido en los Estados Unidos de América, donde se abrirá paso hasta la sede de las Naciones Unidas gracias a su formación dictatorial.

Desde que comenzó la promoción de ‘El Dictador’, Sacha Baron Cohen representó su papel de Al Adeen delante y detrás de las cámaras. Ya fuera en entrevistas a medios, informativos o campañas publicitarias en redes sociales, Cohen respondía con la ironía y la perversidad del mandatario wadiyano. Una promoción francamente divertida que ha superado a la propia película, víctima de unos gags destripados por sus propios trailers (con la excepción del primer fotograma, inesperada dedicación a… un tipo peculiar).

Y entonces, al terminar la proyección, si ha ido al cine con gente que quería ver ‘El Dictador’, cruzarán sus miradas y dirán: “Qué mala es… pero que panzá de reír”.

La invención de Hugo (I)

Las historias son el romance que nos empujan a la aventura e invitan a soñar sobre un barco imaginario. Las voces que Julio Verne escuchó mientras miraba al corazón de la chimenea son las palabras que George Meliès leyó durante una preciosa noche parisina en la que brillaba la Luna llena. Los fotogramas que saltaron el ojo de Martin Scorsese en un cine neoyorkino son el reflejo de las gafas polarizadas que pasean por la estación parisina de Hugo Cabret. Ese vínculo, sagrado e inmortal, hilvana obras y autores en una única y poderosa crónica: el Arte.

‘La invención de Hugo’ es una arrebatadora oda al cine, a la literatura y a toda suerte de narrativa, glorificando la presencia de los ‘cuentacuentos’ como esos mecánicos de la vida que ofrecen su talento, su fantasía, al servicio de la verdad. Para hacer más verdad la verdad y convertir en verdad mentiras que deberían serlo. El protagonista de Hugo es un niño porque no podía ser de otra manera. Porque solo los ojos que ven por primera vez pueden entender la emoción del héroe sin juzgar ni criticar su realidad. Precisamente, solo los ojos del incauto verían en la última de Scorsese una simple cinta infantil.

El filme une dos historias, la de los pequeños Hugo e Isabel, recién iniciados en el mundo, y la de George, un fascinante abuelo con un pasado inolvidable. Los tres inician una búsqueda vocacional: «El mundo es como una máquina y a las máquinas no les sobra ninguna pieza –explica Hugo–. Las personas somos piezas de una misma máquina y, al igual que las máquinas, estamos rotas si no cumplimos con nuestro propósito».

La película de Scorsese es brillante en su conjunto pero, muy especialmente, cuando el guion alcanza su cima, en el último tercio del metraje: Brutal y sobrecogedora carta de amor del director a su trabajo, a sus maestros y a todos aquellos que le han convertido en parte de la historia. Un rayo que atravesará el alma de los amantes del cine.

Queen

La melodía inicial pone a todo el bar en marras. Los brazos de unos sobre los hombros de otros. Es un ritual nocturno que sucede a diario, en todo el planeta. El sonido ochentero puro, indiscutible, auténtico. Aún hoy, en una época en la que los realities buscan las mejores voces temporada a temporada, nadie ha conseguido igualar su talento. Han pasado 56 segundos de canción cuando todos levantamos el alma y casi recitamos una oración: “Mama, just killed a man. Put a gun against his head. Pulled my trigger, now he´s dead”.

Queen fue mucho más que un grupo de música. Y, la verdad, sigue sorprendiéndome ver a un chaval de 12 años cantando -o haciendo como que- el ‘We will rock you’. Tengo un amigo que suele decir que lo único que no le perdona a Freddy Mercury es que se muriera tan pronto. “Sus vicios no me dejaron ver un concierto en directo… No es justo”. Si lo piensan, culpar a alguien por morir es un piropo bastante profundo. Y algo macabro.

Si han ido a Londres recordarán que, nada más salir del metro, en Tottenham, una enorme escultura de Freddy Mercury les dio la bienvenida. La figura decora la entrada de un teatro donde se celebra, a diario, el musical basado en los mejores temas de Queen. Supongo que el éxito desmesurado durante tantísimos años en escena y la melancolía que aún inunda los ojos de los que ven la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona o escuchan la banda sonora de Flash, ha hecho que la película coja fuerza.

El biopic del líder de Queen es uno de esos rumores que Hollywood repite cada cierto tiempo para tantear el terreno. Y, parece, que el último cotilleo suena más bien a aviso. Quizás amenaza: Sacha Baron Coen, más conocido como ‘Brüno’ o ‘Borat’, interpretará a Freddy Mercury. “Is this real life or its just fantasy??”