¡Satélite!

¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No, es un satélite! Si nos dejamos guiar por lo que el cine nos ha enseñado lo más probable es que usted ya haya muerto. Sí, lo siento en el alma. Y no me mire así, ¿o es que no es triste que nadie vaya a leer jamás esta columna? Así que cada cual sostenga su vela. Pero vamos, que, como les decía, lo de que ya estén muertos se debe a que, probablemente, el aparatejo de las narices habrá caído en unas coordenadas impensables, trasladando el eje rotacional del planeta, provocando innumerables maremotos y tormentas de lava que habrían exterminado a toda la humanidad, menos a un pequeño pueblo de Albuquerque donde sus bondadosas gentes americanas seguirán cantando el himno de las barras y las estrellas hasta que una nave interplanetaria venga a rescatarles. Y tal.

Esa, como les digo, es la opción más probable. Pero, si por el contrario no han muerto, es el momento de que miren de reojo a todos los que le rodean. En especial a los periodistas con gafas. Existe una remota posibilidad de que el satélite trajera en sus entrañas un kryptoniano con poderes sobrehumanos que será capaz de luchar contra todos los villanos de la sociedad con la excepción de especuladores, banqueros sin ética, ricachones inmorales y dentistas -nunca me fié de ellos, es algo personal-.

No descarten el tema ‘alien’. Se conoce que los extraterrestres gustan de subirse a aparatos desconocidos. Así, es bastante probable que tengamos una plaga de Transformers de aquí a unos meses. O, en su defecto, un bicho descomunal que terminará siendo transportado en un tren que descarrilará ante la atenta mirada de una cámara de Super 8. Esperemos que no haya anillos verdes, que de héroes chorras ya andamos sobrados.

En cualquier caso, si, como les digo, hoy siguen vivos y no notan nada extraño o fuera de la normalidad a su alrededor no crean que no pasó nada. Que fue una de esas noticias que los periodistas nos empeñamos en repetir hasta la saciedad para aprovecharnos del morbo inherente. No, pamplinas. Lo que ha pasado es que dos tipos, vestidos con elegantes trajes negros, les han flasheado en toda la cara. Chimpún.

El último discurso de Superman

Una semana después, el aroma a desgracia aún impregnaba el humo de las calles de Nueva York. El 11S ya se había convertido en una consigna histórica, un grafismo que, al igual que los kanjis japoneses, condensaría una infinidad de significados. Sobre los escombros de las extintas Torres Gemelas, el gran e invencible héroe americano se humillaba en una viñeta: “Soy Superman y no he podido hacer nada. Lo siento tanto…”

Las lágrimas del hijo de Kriptón son la metáfora más certera de la absoluta impotencia de un pueblo que descubría que no era un acorazado impenetrable. En los últimos diez años, la ficción ha profundizado en una sensación nueva para la narrativa yanki: podemos perder. Refugiados en la espiritualidad, en islas misteriosas, en futuros alternativos o en dimensiones paralelas, los contadores de historias han buscado un refugio contra las pesadillas remanentes (“la otra torre, ¡la otra torre!”).

Y entonces, poco antes del final de abril de 2011, Superman vuelve a hacer una declaración en la sede de las Naciones Unidas: “Ya no soy ciudadano americano”, dijo. “Ahora soy ciudadano del mundo”. No sé si es una de esas extrañas casualidades que aúnan fantasía y realidad, pero cuatro días más tarde, un dos de mayo sorpresivo, los informativos de todo el planeta abrían a cinco columnas: “Bin Laden ha muerto”.

El discurso presidencial, la alegría desbordante en Times Square, las heridas que cicatrizaban… todo encajaba en un guión cinematográfico. Parecía como si esa escena ya la hubiéramos vivido -aunque fuera sentados en una butaca-. Sin embargo, mientras veía la explosión de júbilo, con una poderosa banda sonora improvisada, no dejé de escuchar el mensaje que los corresponsales repetían una y otra vez: “Al Qaeda querrá venganza”. Sólo espero que esta vez, desde una altura imparcial, el oído del héroe escuche la llamada. Que “ciudadano del mundo” sea el último discurso de Superman.

Cómo conseguí mis superpoderes

No recuerdo el año exacto en el que María Luisa dejó de venir a trabajar a casa, aunque por alguna extraña circunstancia soy incapaz de olvidar lo mucho que odié a su sustituta, Sonia: una rubia cuya imagen se asemeja a la tradicional mujer de conciencia liberal del este, pero más fea -y que no sabía hacer unas patatas fritas dignas-. María Luisa nos llevaba al colegio, realizaba las tareas propias del hogar y nos rescataba de las monjas y sus diabólicos trajes-babero (algún día hablaré de aquella traumática experiencia). Era nuestra Mary Poppins 2 particular –la número uno es mamá-.

El caso, es que hay dos escenas que tengo grabadas a fuego que marcaron el resto de mi existencia, en las que ella tuvo mucho que ver. La primera sucedió en la cocina. Era la hora de comer y había garbanzos. Odio los garbanzos. Los odio. A muerte. Y ella quería convencerme para que me los comiese. La mesa de la cocina estaba abierta –es de estas que tienen alas, no para volar mamelucos-, y el resto de los comensales los conformaban mis hermanos y dos primos. Claro está, a esas edades los niños no pueden almorzar sin madres y tías vigilando, así que la habitación se había convertido en todo un teatro. María Luisa usó todas sus artes: cucharas convertidas en divertidos aviones que flotaban el cielo y buscaban apresuradamente aterrizar en mis exquisitas papilas gustativas, amenazas con llamar al médico (siempre me han dado pánico, y ella solía llamar a mi tío y me decía que era “el doctor”… sí, esto también tengo que contároslo algún día), con dejarme sin postre, con no dejarme jugar, “no te levantarás de la mesa hasta que los pruebes por lo menos…”

No fui capaz de probarlos. Y eso provocó la primera imagen que se mantuvo absolutamente nítida en mi memoria de ella en casa: tenía que ser un gran actor y vivir del cuento. Así que, con suma elegancia, empujé el plato hacia el centro de la mesa. Aparté la servilleta de mi cuello con una delicadeza tan sólo comparable al cura que limpia el cáliz antes de la comunión. Retiré la silla el espacio suficiente como para poder colocarme a su izquierda, firme, impertérrito. Miré a los ojos del público y, con la soberbia de Gary Cooper, me arrodillé en el suelo extendí los brazos y supliqué a Dios: “¡Por favor no me hagáis comer esto, no puedo, es imposible, por lo que más queráis dejadme vivir en paz!” Ni mi madre ni María Luisa ni nadie nunca más volvió a ofrecerme contra voluntad una sola cucharada de ese asqueroso y vomitivo potingue.

En realidad esa historia no tiene nada que ver con cómo conseguí mis superpoderes. Os decía antes que ella nos llevaba al colegio por la mañana, pero antes también nos acicalaba y nos ponía guapos. Y allí estaba yo, subido al taburete del cuarto de baño para que mi cara llegase a la altura del espejo, dejando a María Luisa luchar contra mis rizos. Todo para atrás, le decía. “Mejor te hago la ralla, ¿no?”. Jamás, la ralla no me gusta. “Entonces todo para atrás”. Pero siempre, cuando terminaba de peinarme, entrelazaba su dedo anular con el rizo del flequillo y le daba vueltas hasta que conseguía hacerlo caer por delante: “Ya está, como Superman”. Era genial.

Y así conseguí mis superpoderes.

Superman, ¡aú, aú, aú!

Superman es un personaje que me fascina. Me alucina que un tipo tan engreído, prepotente y perfecto sea tomado como el héroe a seguir. El modelo al que todo ser humano debería aspirar: aquél que multiplicó sus infinitos talentos para demostrar una ética y una moral ordenada. Pero lo que más me apasiona es su evolución como personaje. Los años le han ido alejando de la irreprochable vida como kriptoniano a la pecaminosa esencia de Clark Kent.

Los escritores que han jugado con la vida de Superman han invertido los parámetros del héroe. Mientras que lo ‘normal’ es ver cómo un tipo decide abandonar sus hazañas bucaneras y habilidades tahurísticas en pos del bien mayor, el último hijo de Kripton se ha dejado pervertir. Ahora duda, maldice, odia, abandona, duda… incluso sus luminosos colores rojo y azul parecen más oscuros. En sombras.

Esta ‘Luthorización’ del héroe también llegará al cine. O eso espero. El nuevo proyecto de Superman ya tiene equipo creativo detrás de la cámara: Zack Snyder, David Goyer, Jonathan Nolan y Christopher Nolan. Por partes: Snyder es el director de ‘300’ y ‘Watchmen’, dos películas vinculadas al cómic de culto más políticamente incorrecto; su estética y su análisis del antihéroe seguro que dibujan una atractiva ‘S’. Goyer y los hermanos Nolan son los guionistas de, entre otras, ‘Batman Begins’ y ‘El Caballero Oscuro’; nada que añadir. Y, por supuesto, Christopher es el genio de ‘Origen’, ‘Memento’, ‘El Truco Final’… Este equipo me apasiona.

La gran decepción llegará si deciden hacer una película tan lamentable como ‘Superman Returns’. Y no es que me aburriera mucho, me resultó entretenida. Pero era otra cinta mediocre que no corría ningún riesgo. La verdad es que espero ver a Clark Kent sangrar. Nada más.

Ya lo dijo un twittero al descubrir la incorporación de Snyder al proyecto: “Superman con el director de Watchmen y los guionistas de Batman. Me voy al cine a hacer cola”.

Lex Luthor

Superman representa al líder perfecto. Al parabólico ser de cinco talentos que además los aprovecha al máximo. Vuela sobre nuestras cabezas para poder vigilarnos a todos. Tiene la fuerza de mil astros y la resistencia de lo irrompible. Puede ver lo que se esconde tras los muros del ser humano, derretir las barreras con una sola mirada y de un leve soplido dejaría en la calle a los tres cerditos y a su descendencia. Sin embargo, su capacidad no se ciñe a los límites de lo físico, pues no hay nada por encima de la justicia, elige proteger al débil, cobija al moribundo, no hace distinciones por cuestiones de raza o sexo… Es perfecto. Simple y asquerosamente perfecto.

¿Qué hubiera sido del mundo sin Superman? ¿Y si nunca hubiera existido? Yo tengo una teoría: Lex Luthor hubiera sido el héroe. El calvo sin excentricidades físicas es el prototipo de hombre del renacimiento. Un creativo intelecto capaz de transformar el carbón en oro. Luthor representa lo que, centurias atrás, conocimos como Leonardo, Miguel Ángel, Galileo, Bruneleschi, Goya, Shakespeare, Cervantes, Beethoven, Mozart, Lumiere, Darwin… y tantos otros poderosos que se valieron del intelecto para convertirse en héroes venciendo a la perfección. El hombre como centro de la vida, capaz de crear belleza y destruir la ignorancia: Lex Luthor.

Un genio ansía conseguir algo grandioso que sea recordado por siempre. Destruir a Superman era vencer a la máquina, poner una vez más al hombre por encima de todo, cediéndole el resto de la eternidad como el ser capaz de controlar su destino sin necesidad de dotes físicas y con el único poder del cerebro. Luthor tiembla, duda, codicia, presiona, miente y castiga. Alopécico y con kilos de más. Porque es humano. La ambiciosa y variable debilidad humana contra la perfección y la falsa deidad.

Si Superman no hubiera existido, quizás el periódico de Metrópolis abriría portadas con descubrimientos científicos, invenciones geniales, curas para enfermedades mortales, obras de arte rescatadas de tumbas bajo tierra de las manos de Luthor. No obstante, la presencia de la perfección en la Tierra le hicieron sentir inferior y, por tanto, incapaz. El mundo como lo conocemos hoy no aprecia la cultura. Prefiere a un musculitos de apariencia perfecta que dé bien en cámara. Si Superman no hubiera existido hubiéramos creído más en nuestros iguales.

Lo que no nos dijeron de Lex Luthor es que Lex Luthor es la parte más humana y real de Superman.