Lo imposible (I)

Un milagro sucede entre un suspiro y un grano de arena. Es tan fácil -tan lógico- creer en las matemáticas -en sumas y restas, progresiones aritméticas, gráficas y estadísticas, problemas y soluciones- que la opción improbable, la que nadie escribiría como resultado final, cae siempre en un margen inexistente al que conocemos como ‘Lo imposible’.

Los dedos agarrotados y la espalda encogida. Los ojos abiertos, luchando contra el parpadeo, y la barbilla erizada ante la música que sube. Los zapatos clavados en el suelo y la garganta cerrada. Un grito en la pantalla, un nombre, y algo dentro se rompe. Ni los dedos apretados, la espalda forzada, los párpados batientes, la barbilla expectante, los zapatos fijos ni la garganta impermeable sostienen un estómago que se desmorona, que empuja el alma y que obliga, sin remedio, a frotar la mirada para no empañar el resto.

‘Lo imposible’ es un desafío entre director y espectador. Juan Antonio Bayona narra la epopeya de una familia española que sobrevivió al tsunami de Tailandia, en 2004. ¿Se puede emocionar a un público que conoce la historia? Sí, demonios, sí se puede. La película es un ejercicio de manipulación emocional en el que todo está escrito para alcanzar la empatía absoluta: el sonido, sobrecogedor desde el primer segundo, el poderío visual, la destreza de la cámara, el olor que transpira la fotografía, el acierto de Ewan McGregor, Naomi Watts y Tom Holland…

Bayona consigue un película redonda alejada de lecciones morales. Dos horas para describir lo fácil que es creer en las matemáticas y lo maravilloso que es saber que lo imposible puede suceder. Un canto a la esperanza que levanta el cine español en una ovación cerrada, da una lección vital a un país incapaz de alzar las comisuras y llena las salas con un público agradecido que tardará en olvidar el grito, el nombre: a Lucas.

No sé cómo ni por qué. Pero sé que, a veces, hay espacio suficiente entre un suspiro y un grano de arena; tiempo de sobra para crear algo enorme. Buen trabajo, Bayona.