Cartelera de fin de año

Estaba revisando la cartelera de los últimos días del año y, con todos mis respetos, me parece un tanto desilusionante. ¿Dónde quedaron aquellos años en los que ir al cine en Navidad era una algarabía, una ruleta de intenciones, un quiero verlas todas y me faltan vacaciones? Y no es porque falten títulos que, a priori, deberían asegurar un mínimo de calidad. No hay ni una sola cinta desgarradora cuya calidad sea reconocida a los cuatro vientos; que recaude tantos euros como sonrisas satisfechas.

Si hacen una media ponderada de lo que dicen los críticos y lo que dice la taquilla, no se salva ni una. Sí, están ‘Biutiful’, ‘El Discurso del rey’ y ‘The Tourist’, todas ellas nominadas y consideradas al menos por sus productores. Pero, a la hora de la verdad, ninguna ha conseguido que triunfar en el boca a boca, ponerse en el candelero y encandilar a todos los ojos que se pongan por delante.

Es fácil salir del cine y escuchar que “Biutiful está bien, pero es demasiado triste y lenta… un poco aburrida en alguna partes”, o que “El discurso del rey está bien, pero no es una película fácil para el gran público”, o que “The Tourist está bien, pero en ciertas partes llega a convertirse en una payasada”. ¿Ven por donde voy? Dudo que haya un sólo estreno navideño que recibe, por norma general, el comentario que todo director espera provocar: “no te la pierdas”.

Incluso las películas menores, filmadas con el único y respetable objetivo de amenizar la Navidad, han dejado a medias al público: Narnia, Tron, Burlesque, Harry Potter, Megamind, Gulliver. Ninguna da en el clavo.

Pueden ir apuntando en sus listas de deseos para los Reyes Magos: una cartelera ilusionante.

Tron: Legacy (y III)

Creo que he hecho mi elección: ‘Tron Legacy’ es la película de esta Navidad. Como ustedes bien saben las ‘películas de Navidad’ no suelen caracterizarse por ser ese tipo de filmes que dibujas como candidatas para recoger un buen puñado de Oscars. Son otra cosa, con cualidades menos objetivas pero igualmente fascinantes: divertidas, apuestas seguras y honradas con el público. De esas cintas de cuando éramos pequeños que, al terminar la proyección, te pedías un personaje y jugabas con tus primos a recrear las mejores escenas.

‘Tron Legacy’ se postula como la película que mejor ha sabido recrear la estética del mundo del videojuego, con unos diseños de fábula y una fotografía que engancha desde el primer minuto. En la segunda parte del clásico de Disney, Kevin Flynn (Jeff Bridges) lleva más de veinte años desaparecido. Su hijo, Sam (Garret Hedlund), es el heredero legal de el empresa ‘Encom’, la creadora de ‘Tron’ y de tantos otros sistemas operativos de éxito mundial. Sam se verá arrastrado a ‘la red’, una realidad virtual que ha crecido tanto como el mundo real en la que se encontrará con viejos conocidos.

Sin duda alguna el punto fuerte de ‘Tron 2’ son las escenas de acción, repletas de plasticidad y poderío visual, que representan la diferencia tan bestial entre el ‘Asteroids’ de 1982 y el ‘Call of Duty’ de 2010. La faceta de puente intergeneracional viene subrayada por el propio Bridges, que interpreta a dos personajes: Flynn y Clu, su versión digital hecha íntegramente por ordenador. Técnicamente sobresaliente, el 3D es prescindible pero no molesta como en otras (‘Furia de Titanes’, ‘Alicia’) y la música tiene el maravilloso poder de evocar otra época de ‘bips’ y ‘bits’ -sensacionales Daft Punk-.

Al otro lado del ring, la debilidad más patente es el innumerable chorreo de clichés que suenan demasiado a otras películas de ciencia ficción (Star Wars, Matrix, Avatar, incluso Final Fantasy XIII). Pero será un detalle que pasarán por alto si aceptan la premisa: esto es Disney, no esperen la panacea del cine y se divertirán como un enano.

Tron (II): estéticos

Los ojos de un espectador novato no podrían apreciar el avance tan desmesurado que supuso ‘Tron’. El experimento de Disney fue un ejercicio brutal de creatividad y estética, alcanzando un estilo único y fácilmente distinguible. Les animo a que recuperen la película de la papelera de reciclaje y le den al play. Y que, durante toda la proyección, tengan en mente los escasísimos recursos técnicos -comparados con los de hoy- que tuvieron en su momento para generar tal amalgama de colores, aparatos y fantasías virtuales.

Está claro que el niño más niño, que ya vienen con los ojos sibaritas, notará el arrollador paso de los años. Las escenas de las naves, de las persecuciones, recuerdan a los gráficos del ‘Qbert’ o del ‘Centipede’ (videojuegos de la época; si los conocen y recuerdan, también pueden colgarse la medalla de frikis). Algo que hoy podemos crear con mucha más calidad con el Paint fue, en su momento, un paso de gigante.

Sin embargo, en el apartado estético la película ha envejecido maravillosamente bien. El vestuario, el estilo de las localizaciones, los elementos de atrezzo, conforman una inolvidable experiencia. De hecho, mucha gente se refiere a ‘Tron’ como “la película de las carreras de luces y los trajes futuristas”. Algo que no se debe tomar como un insulto, porque a diferencia de otras historias que aspiraban a calar en la memoria colectiva, la otra vida de Jeff Bridges quedó para la posteridad.

‘Tron Legacy’ llega acompañada por la ilusión de rememorar la aventura original pero con el miedo de que sea otra entrega fruto de la ausencia total de ideas nuevas y del marketing facilón por la sala llena. Algo que chocaría frontalmente con el espíritu de la original. La mejor forma de salir de dudas es ir a verla. Mañana les cuento.

Tron (I): visionarios

El profesor de Economía entró con aires de grandeza -merecidos- y un reto que bombeó desde el primer instante mi sentido de la curiosidad: “¿Por qué se han disparado las acciones de las grandes empresas del mundo del chocolate?” Pues bien, los brokers de Wall Street habían llegado a la conclusión de que la importante subida en los impuestos del tabaco, un día antes, haría que el pequeño porcentaje de dinero que no se gastaría en cigarrillos pasase a manos de otra adicción más accesible, el chocolate. Luego nos contó cómo, en periodos de crisis, los pintalabios rojos triplican sus ventas: “se busca llamar la atención, casi como un mecanismo de defensa subconsciente contra la impotencia de no poder comprar un bonito vestido o unos zapatos lujosos”.

De aquél entonces aprendí una obviedad: que existe una conexión razonable entre lo que somos y lo que hicimos. La inmensa mayoría de la gente ve en los videojuegos un entretenimiento más. Un tablero de parchís evolucionado. Pero si, al igual que en las clases de Economía, tiramos del hilo, descubriremos una verdad más grande. Más imponente.

Que Mario Bros gustara tanto a los adolescentes de la década de los 80 hizo que la industria, reacia a invertir, creciera. Los barriles de Donkey Kong y los fantasmas de Pacman evolucionaron ha pasos de gigante: aventureros que viajaban para salvar a la princesa Zelda, carreras de vehículos voladores con el fascinante ‘Modo 7’, estrategias para ser el dueño de la edad de los imperios, simuladores de vuelo… Cada moneda que caía en los recreativos era un impulso más a la imaginería de los que estaban llamados a liderar el mundo. La experiencia del juego se expandió como un virus que quería más y más. La idea de jugar juntos, con personas de cualquier otro rincón del planeta, avivó el sistema en red. El propio juego abrió los ojos de las empresas punteras, que empezaron a ver a Internet cómo un sistema de comunicación: IRC, Messenger, Facebook, Tuenti, Twitter, MySpace. Esa presencia masiva arrastró al resto de usuarios, incluidos aquellos que un día publicarían miles de cables bajo la cabecera de ‘Wikileaks’.

Ayer, sin ir más lejos, jugué con un amigo a ‘Kinect’, un sistema que nos introduce en el mismo juego como los auténticos protagonistas. Hay gente que cree en su otra vida 2.0, esa en la que es un diestro guerrero y lucha contra orcos junto a sus amigos de Kioto. Y, por todo esto, ‘Tron’ (1982) merece el mismo halago que Julio Verne: visionarios.