Tron (I): visionarios

El profesor de Economía entró con aires de grandeza -merecidos- y un reto que bombeó desde el primer instante mi sentido de la curiosidad: “¿Por qué se han disparado las acciones de las grandes empresas del mundo del chocolate?” Pues bien, los brokers de Wall Street habían llegado a la conclusión de que la importante subida en los impuestos del tabaco, un día antes, haría que el pequeño porcentaje de dinero que no se gastaría en cigarrillos pasase a manos de otra adicción más accesible, el chocolate. Luego nos contó cómo, en periodos de crisis, los pintalabios rojos triplican sus ventas: “se busca llamar la atención, casi como un mecanismo de defensa subconsciente contra la impotencia de no poder comprar un bonito vestido o unos zapatos lujosos”.

De aquél entonces aprendí una obviedad: que existe una conexión razonable entre lo que somos y lo que hicimos. La inmensa mayoría de la gente ve en los videojuegos un entretenimiento más. Un tablero de parchís evolucionado. Pero si, al igual que en las clases de Economía, tiramos del hilo, descubriremos una verdad más grande. Más imponente.

Que Mario Bros gustara tanto a los adolescentes de la década de los 80 hizo que la industria, reacia a invertir, creciera. Los barriles de Donkey Kong y los fantasmas de Pacman evolucionaron ha pasos de gigante: aventureros que viajaban para salvar a la princesa Zelda, carreras de vehículos voladores con el fascinante ‘Modo 7’, estrategias para ser el dueño de la edad de los imperios, simuladores de vuelo… Cada moneda que caía en los recreativos era un impulso más a la imaginería de los que estaban llamados a liderar el mundo. La experiencia del juego se expandió como un virus que quería más y más. La idea de jugar juntos, con personas de cualquier otro rincón del planeta, avivó el sistema en red. El propio juego abrió los ojos de las empresas punteras, que empezaron a ver a Internet cómo un sistema de comunicación: IRC, Messenger, Facebook, Tuenti, Twitter, MySpace. Esa presencia masiva arrastró al resto de usuarios, incluidos aquellos que un día publicarían miles de cables bajo la cabecera de ‘Wikileaks’.

Ayer, sin ir más lejos, jugué con un amigo a ‘Kinect’, un sistema que nos introduce en el mismo juego como los auténticos protagonistas. Hay gente que cree en su otra vida 2.0, esa en la que es un diestro guerrero y lucha contra orcos junto a sus amigos de Kioto. Y, por todo esto, ‘Tron’ (1982) merece el mismo halago que Julio Verne: visionarios.

Born to be a Street Fighter

En 1993 los salones recreativos eran los lugares más tentadores y pecaminosos del planeta. Los adultos nos decían que allí sólo iban los malos de la clase, trafincantes, ladrones, y vendedores de cromos con droga en su interior -ya saben, uno de los rumores más elaborados de la generación de los ochenta-. Por aquel entonces sabíamos apreciar las máquinas de videojuegos. Aquellos dibujos en movimiento accionados por una palanca y varios botones bien merecían 25 pesetas de nuestra vida.

A los once años mis sábados transcurrían con cierta rutina en compañía de mis primos. Recuerdo perfectamente una de aquellas tardes con sabor a nocilla: íbamos a ver una película al Multicines Centro, que era la meca de la modernidad en Granada -cómo hemos cambiado…-. Además tenían una oferta maravillosa: ¡Con la entrada del cine te regalaban una bolsa de palomitas! Para recogerlas tenías que entrar por la puerta de atrás del edificio y pedirlas en una especie de bar que solía haber allí. Pero claro, entre medias, te cruzabas con una decena de máquinas recreativas que sonaban a parque de atracciones de Pinocho.

Aún me emociono al recordar aquel tugurio de mala muerte: Golden Axe, Los caballeros del Arturo, Némesis… Mi cabeza de once años intentaba hacerse un hueco entre los enormes adolescentes que se extendían como una plaga por todo el local. Casi por arte de magia una maravillosa composición musical de 16 bits -que aún soy capaz de tararear- se metió entre mis dos enormes orejas. Seguí el aroma hasta un escandaloso tumulto de jóvenes: aquella máquina era la reina.

Los jugadores tenían un religioso sentido del honor y la competencia que les obligaba a abandonar los mandos cuando eran derrotados para que otro rival pudiera arriesgar sus 25 pesetas. En la pantalla peleaban con violencia, pero al terminar vitoreaban al ganador y compadecían el fracaso. Necesitaba ser parte de ese ritual.

Como el ratón que busca el queso dentro de laberinto, me escabullí entre tanta pubertad para colar mis cinco duros dentro de la máquina. “¿Chaval, qué haces?” Quería jugar. “Esto es para mayores”. La suerte estaba echada. “Tú veras, es tu dinero…Tienes que elegir un personaje” Sí, un personaje. Mí personaje. Me iba a convertir en un héroe que viajaba por el mundo para luchar contra guerreros de todos los colores. Adrenalina. “¿A Ryu? Pues yo seré Ken”, me dijo el grandullón.

Todo sucedió muy rápido. No sé por qué, pero gané. Gané al gigante. Me gritaron, me subieron a un pedestal y me llamaron prodigio. Entonces fue cuando lo supe: nací para ser un ‘Street Fighter’.

Los clásicos nunca mueren

Resident Evil

Resident Evil fue una impactante revolución técnica para el mundo del videojuego. Corría el año 1996 y, por aquél entonces, las videoconsolas empezaban a apostar por guiones más ambiciosos. El fontanero que comía setas y rescataba princesas o el puercoespín azul con complejo de bola de pinball, daban paso a historias de miedo, aventuras en mundos paralelos, revoltijos de ciencia ficción y soldados amnésicos con traumas infantiles.

Me vienen a la memoria títulos como ‘Flashback’, ‘Another World’, ‘Alone in the Dark’, ‘Phantasmagoria’… Juegos que ofrecían una experiencia, hasta la fecha, mucho más compleja que una película de terror o suspense. Te ofrecían ser el protagonista, el sufridor, la víctima o, incluso, el verdugo.

‘Resident Evil’ destacó por combinar la ambición narrativa con un aspecto visual espectacular. Comparar aquél videojuego con la última entrega de la saga es todo un ejercicio de historia. En cualquier caso, recuerdo la excelsa dificultad para resolver cada nuevo misterio sin ser devorado por una jauría de zombies malnacidos. Cada vez que me acuerdo de aquél lanzacohetes del final…

En fin. La leyenda de los no muertos de ‘Umbrella’ vuelve al cine de la mano de Paul W. S. Anderson, friki donde los haya, responsable de mojones memorables -pero divertidos- tales como ‘Mortal Kombat’, ‘Alien vs. Predator’ o la próxima requeteversión de ‘Los Tres Mosqueteros’. Sé que hay un legión de seguidores de ‘Resident Evil’ que están encantados con que la vaca siga echando leche. Por muy agría que esté.

Monkey Island

Guybrush Threepwood es uno de los personajes que mejor definen a una generación. La mía. Los que cambiamos la voz rodeados de ordenadores y videojuegos ya empezamos a hablar como los que crecieron con películas de indios y vaqueros en el cine de verano: de clásicos. Quiero decir, cuando Arturo Pérez-Reverte describe con emoción la primera vez que el honroso Capitán Lex le atravesó con la mirada, imagino que debe sentir algo parecido a cuando Threepwood se acerca al venerable –y pixelado- sabio de lo alto de la montaña para anunciarle que quiere ser pirata. O cuando ganó su primer concurso de escupitajos.

‘Monkey Island’ es al videojuego lo que ‘La vida de Brian’ al cine. Una comedia de referencia. Ya saben, un lugar común al que referirse cuando pasa algo gracioso. “Estas instrucciones son más complicadas que la receta del Grog” o “tiene más mala leche que LeChuck después de la siesta”. Entiendo que a muchos de ustedes todas estas referencias le suenen a chino. Una pena. El juego vio la luz en 1990 y, desde entonces, los fans de la saga esperan el anuncio de su versión en la gran pantalla. ¿Por qué? Porque su guión es genial.

El juego pertenece a una serie de clásicos básicos de ‘LucasArts’, la productora de George Lucas, en la que también destacan ‘Indiana Jones y las llaves de Atlantis’, ‘El Día del Tentáculo’, ‘The Dig’, ‘Full Throttle’… Posiblemente se pregunten a qué viene esta perorata paralela a la cartelera. Pues primero porque ayer me descargué para la PS3 la versión remasterizada de ‘Monkey Island’ y he reavivado la llama del amor. Y, segundo, porque en una época tan raquítica en ideas originales, puestos a repetir errores del pasado, ¿por qué no resucitar a lo grande estos clásicos?

Les seguiría hablando de éstas y otras aventuras gráficas, pero están a punto de ser atacados por un mono de tres cabezas.

Cine y videojuegos

La ironía del asunto está en que las películas basadas en videojuegos son un truño colosal. Pero los videojuegos que aspiran a ser más que una película son, siempre, apasionantes. Les pongo un ejemplo. Mañana sale a la venta el Red Dead Redemption, una bestialidad técnica con un equipo de guionistas y directores artísticos tan o más completo que el de cualquier superproducción hollywoodiense. El resultado, un producto con unas capacidades narrativas abrumadoras.

Otro: ‘Heavy Rain’. Una joya del cine negro que nunca pisó una sala de proyección. El videojuego, a caballo entre ‘Seven’ y ‘Minority Report’, supera con creces cualquier thriller actual. Y lo hace porque aprovecha la capacidad de un videojuego de inmiscuirte en primera persona en una gran historia.

Les hablaba de ironía porque las películas inspiradas en videojuegos, lejos de aprovechar el material original, se realizan pensando en un público infantiloide que quiere escuchar música estridente y frases de malote. Una vez más, ahí está el error. En creer que los videojuegos son cosa de niños. Para la desgracia de los que los siguen tachando de ‘juguetes’, no son sólo la industria más creciente del ocio mundial, también son poderosos narradores, tanto como el cine o la literatura, pero con otras características.

Intenten ver el ‘Super Mario’ como el ‘Tren llegando a la estación’. Son revoluciones que necesitaban ser pulidas. Y en ese proceso no ayudan nada cutrerías del tipo ‘Resident Evil’, ‘Silent Hill’, ‘Alone in the Dark’… y una elegante tropa de cintas para regalar con algún dos por uno.

‘El Príncipe de Persia’, que se estrena hoy, augura un rato divertido marca Bruckheimer (productor de ‘Piratas del Caribe’, ‘La Isla’). Averiguar si entra o no en la lista de grandes despilfarros del cine nos costará algo más de cinco euros.