Avatar (y III)

El tren venía demasiado rápido. Apartarse era, pues, lo más normal. Los espectadores de aquella primera proyección temieron por sus vidas. Ellos, y sólo ellos, fueron los elegidos para sentir, para creer, que la vida se abría paso a través de la pantalla. Lo que los hermanos Lumiére soñaron hace un siglo, cada día está más cerca. Pero aún no ha llegado.

Avatar cierra la década de los 2000. Diez años que empezamos descubriendo que el mundo que pisamos no es real, sólo un Matrix al que aferrarnos para vivir engañados. Matrix (1999) dio un primer paso hacia una técnica que permitiera redimensionar la manera de contar historias. Aquella escena en la que la cámara giraba alrededor de una Trinity absolutamente estática y viva, marcó el futuro.

Avatar avanza. Nos presenta un mundo vivo, repleto, colorido. Es un canto a la naturaleza desde lo más inerte que el ser humano ha creado: la tecnología. Una sátira de la todopoderosa voluntad del hombre, imparable, impasible, capaz; y de su infinita capacidad de crear para destruir. Sin embargo, al contrario que en Matrix, el guión de Avatar pasa a un segundo plano -a veces borroso-, en el que reinan lugares comunes a caballo entre Pocahontas, Bailando con lobos y la saga de los Wachotsky.

La última pericia de James Cameron es una buena película. Pese a su guión. La sensación es parecida a la de aquellos espectadores que vieron la locomotora de los Lumiére acercarse a una estación. No había historia, no había trasfondo, pero ver la máquina en funcionamiento era terriblemente divertido. Es justo premiar a Avatar la categoría de ‘punto de inflexión’ por su manera de narrar. Pero el cine, para ser cine, necesita una historia que nos haga reir y llorar. Que nos haga vivir. Y esa vivencia es, aún, inalcanzable por unas gafas que invitan a tocar. La vida sigue estando en el papel en blanco, justo donde la dejamos.