Manuel Alexandre

Lo mágico de ser niño es que hay minutos que se recuerdan como horas. Días que son meses. Y vacaciones que fueron una vida plena. Minuto: he mordido la plastilina y me ha gustado. Día: es la primera vez que nieva; nos hemos subido a la terraza a tirarnos bolas y luego hemos bajado a hibernar en el brasero. Vacaciones: he aprendido a montar en bici.

Ese poder tan indestructible de magnificar el detalle, con el tiempo, se pierde. Necesitamos mucho más para hacer una muesca en el fusil. Una pena. Con las películas pasa igual. Como decía mi profesor de Naturales, Don Nicolás, de pequeños somos una especie de esponja que se empapa de todo lo que le rodea y adquiere una perspectiva de la que nunca se librará. Le cogimos un cariño impertérrito a Atreyu y su ‘Historia Interminable’, a Íñigo – “tú mataste a mi padre, prepárate para morir”- Montoya y su ‘Pricesa Prometida’ o al intrépido Madmartigan, primera espada del bueno de ‘Willow’.

Cada uno de esos personajes, de una manera u otra, forman parte de mí. Y hoy, muy especialmente, Manuel Alexandre. Es cierto que es uno de los clásicos del cine español. Que su currículum es asombroso y su talento ensordecedor. Que fue capaz de hacernos reír y llorar con suma facilidad. Que su voz, sibilina y musical, suena a nana de varias generaciones. Que sus ojos, entornados por el extremo, caídos en un gesto de generosidad, nos mostraron mucho Cine. Que aquél discurso de los Goya, donde dijo “si alguna vez les hice sentir, les hice reír, puedo morir en paz”, es un escalofrío que recorre la espalda. Pero para mí, por siempre, será Don Matías. El maestro que estuvo en ‘La Primera Guerra de los Niños’ y al que Parchís le dedicó aquello de “Queremos a Don Martías, por ser un gran profesor, no entiende de finanzas, más tiene un buen corazón”.

Con todo esto quiero decir que pudo ser uno de los grandes actores de España, de esos ladrones que iban a la oficina. Pero a mi hoy me sabe todo a plastilina. A una tarde en el brasero. A un precioso paseo en bici.