"Maristas82 quiere ser tu amigo"

El día de nuestra graduación no existía Facebook. Después del último brindis, del último examen, del último abrazo, nadie intercambió correos electrónicos. Ninguno fuimos tan visionarios como para imaginar que un día, diez años después, estaríamos todos catalogados en una enorme red social. Que, de un plumazo, podríamos ver qué fue del otro: sus fotos del viaje de fin de carrera, su pasión por las señoras que van con paraguas por debajo de la cornisa, sus películas favoritas, los vídeos que ven, la música que escuchan, lo contentos que se ponen cuando llega el viernes…

Hace unos meses recibí, al igual que el resto de mis compañeros de clase, un email con una invitación de Facebook: “Maristas82 quiere ser tu amigo”. Tres fenómenos pensaron que sería genial poder reencontrarse con los viejos compañeros de clase cuando se cumple la década de nuestra salida. Nos proponían una cita: “16 de octubre en el patio del colegio. Don Diego -el profe de gimnasia- nos hace una paella”.

Casualidades del celuloide, ayer se estrenó ‘La Red Social’, una de esas películas que nacen con un pan bajo el brazo y de las que la crítica internacional empezó a hablar bien mucho antes de ver un sólo minuto de metraje. La del creador de Facebook es una de esas historias que definen a toda una generación. Al instante preciso -el ‘click’- que inició el cambio de una era. Nuestra era.

Lo maravilloso del último trabajo de David Fincher (‘El Club de la Lucha’, ‘Seven’) es que hace de un hecho histórico, de un evento que marcó la evolución del mundo, la excusa para hablar de nuestra rutina. De nuestra forma de ser, de concebir la amistad y de las pasiones que nos impulsan a diario. De los estigmas que nos impiden crecer y de los pecados capitales que seguimos cumpliendo a rajatabla.

Somos una generación privilegiada. Hemos vivido algo parecido a lo que fue crecer sin televisión. Dentro de unos años -si no lo es ya- será impensable la ausencia de las redes sociales. Y, al igual que mi abuelo en su momento, me sentiré tremendamente orgulloso de poder decir “yo crecí sin Internet”. Y, acto seguido, lo publicaré en mi muro de Facebook.

Hoy, por lo pronto, me contentaré con dar un abrazo a mis compañeros de Maristas. Los del ochenta y dos.