La primera vez, Berlanga

Tenía la tarde tonta. Lo que es más que justificable si constatamos el hecho de que debería rondar los 7 u 8 años. Con esas edad los niños son como pequeños Gremlins, con la salvedad de que nadie conoce todas sus reglas. Ni sus consecuencias. Aquella sobremesa, por ejemplo, me había colado en la despensa, después de comer, para sisar una buena onza de turrón de chocolate. Eso provocó que mi cerebro se volviera majareta con el azúcar y que, al mismo tiempo, no pudiera dejar de tararear la canción de Barrio Sésamo (parece que hay un estudio científico que explica la relación entre los dos hitos, se conoce como ‘el fenómeno Suchard-Sésamo).

Mientras que mis padres se echaban la siesta con la televisión puesta, yo no podía parar. Pasillo arriba, pasillo abajo. Pasillo arriba, pasillo abajo. Una y otra vez. Primero corría con un muñeco de Superman y luego imaginaba que yo era Superman -la clave estaba en ponerse los calcetines por encima del pantalón-. Sin olvidar a Espinete y compañía, claro.

Llegado el momento me infiltré en el salón reptando por el suelo, para que no me vieran mis padres. Me colaba detrás de los sillones e iba pasando de uno a otro sin parar. El objetivo era rodear la habitación para volver a salir por la puerta sin ser visto. Estaba apunto de conseguirlo cuando, era inevitable, me volvió la musiquilla de Barrio Sésamo. Me preguntaron que qué hacía, que por qué no me estaba quietecito y dejaba descansar. Que por qué no me sentaba y veía la película, que me iba a gustar.

Aún dudo si ellos sabían qué película estaban poniendo en TVE o simplemente apostaron por embobarme delante de la caja tonta. Funcionó. Me senté en primera fila y atendí a las palabras de aquellos abueletes en blanco y negro. Todo sea dicho, no me enteré de nada. Pero cuando acabó la cinta no quedaba ni rastro de Barrio Sésamo en mi cabeza. Me había convertido en una suerte de pequeño ruiseñor que cantaba una y otra vez, para goce de la familia: “Americanos, os recibimos con alegría”.