Las Reliquias de la Muerte

‘Harry Potter y las reliquias de la muerte’ tiene cosas buenas y cosas malas. Vamos a empezar por el mazazo: es un soporífero, profundo y desgarrador truño. Lo que viene siendo un mojón desproporcionado, de esos que te hacen sentir como el imbécil que, en la Última Cruzada, se pimpló la copa de vino en el cáliz equivocado. Es, para que nos entendamos con la suficiente solemnidad, lo que todos esperábamos de la séptima película de la saga: un despropósito narrativo.

Una vez más, los correligionarios de Hogwarts les abordarán con cañonazos del tipo: “no tienes ni idea, si hubieras leídos el libro…” No se dejen engañar: la novela puede ser preciosa, la película no tiene perdón. Mira que el arranque no está mal: una persecución por los cielos de Londres muy prometedora. Pero, a partir de ahí, cuesta abajo, sin frenos y sin ningún hechizo que nos salve del topetazo.

La película es honesta con la filosofía que la produce: sacar pasta de la gallina de los huevos de oro. En vez de terminar de una puñetera vez con la insufrible historia del mago, nos cascan dos horas y media de escenas estiradas y diálogos parsimoniosos para dejarnos, al final, con la misma cara de tontos con la que entramos. Y con el objetivo cumplido: “Dentro de seis meses volvemos a pagar la entrada en taquilla, que ya habrá que ver cómo termina”.

El guión, una vez más, carece de ningún rigor y cualquier complicación se resuelve con un nuevo artefacto del que nunca antes habíamos oído hablar. Los personajes secundarios son un chiste y el trío protagonista queda en un quiero pero no puedo, como si supieran que los diálogos son tan inertes como la nariz de Voldemort. En serio, fíjense en cómo los silencios se estiran hasta el infinito… ¿Cómo una película sobre magia puede ser tan aburrida?

Las cosas buenas: la banda sonora es excelente; gracias, Desplat. Hay un pequeño corto de animación precioso -para explicar qué carajo es eso de las reliquias de la muerte-. Y no es en 3D.