El aroma del café

Triture los granos con dedicación. Coloque la cantidad adecuada en el filtro. Esa cantidad no debe ser nunca más de lo necesario ni menos de lo esperado. Presione sobre el mango con fuerza durante seis segundos. Tiempo suficiente para inhalar profundamente su aroma, sentirlo en el paladar y expulsarlo con una bocanada que viaja desde sus más íntimas entrañas. Estos seis segundos son la clave del éxito de su brebaje. Así como el buen herrero forjaba la espada pensando en el alma de su portador, el buen barista reflexiona en la conversación, en la unión de dos personas, en la magia, en el hechizo que supone descubrir los ojos del otro sobre una mirada empañada por una taza de café.

Una taza de café nunca se disfruta en soledad, incluso cuando no hay nadie al otro lado de la mesa. La dinámica del café siempre empujará al consumidor a revivir los sorbos de vida que una vez compartieron. Las preguntas siempre se harán antes de beber y las respuestas, después de un meditado acercamiento. La conversación será banal e intrascendente hasta que el café no lleve todos los condimentos elegidos por el consumidor: azúcar, sacarina, hielo, etc. Al terminar, las dos partes se sentirán hijos de un mismo grano y hermanos de una sola tierra.

Al barista le queda relegado el último y más grande placer. Cuando todos se hayan ido. Cuando las sillas estén vacías, las mesas relucientes, el suelo barrido. Cuando las tazas estén fregadas y colocadas en un estricto orden de tamaño. Cuando la leche descanse en el frigorífico y el café en el almacén. Cuando el cartel de cerrado anuncie la prórroga del desayuno de mañana. Cuando el barista baje la persiana y vuelva al hogar. Cuando salga de la ducha y remoje los pies en una sabrosa cena. Cuando estire su cuerpo y repose su cabeza sobre la almohada… Entonces, y sólo entonces, el barista llevará sus manos, unidas por los meñiques, hasta la nariz para disfrutar del perenne aroma que tantos amores ha presentado, tratos cerrado y recuerdos dibujado. El olor del café.