El lobo de Wall Street (y II), el viaje

El lobo de Wall Street’ es el tríptico con el que Martin Scorsese pinta a la sociedad del consumo, del dinero; a la misma sociedad que terminará, inevitablemente, enfangada en la crisis económica actual. Esta oda a la depravación funciona como una droga que se inyecta por los ojos, a través de la pantalla, de efecto inmediato: risas, nerviosismo, superpoderes inútiles, excitación. Pero como toda droga, el precio de su consumo es muy elevado y una vez que se ingiere, no puedes abandonar el viaje.

Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio, ‘Django Desencadenado’) quiere ser rico. Asquerosamente rico. Y está dispuesto a todo para conseguirlo. Tras aprender la senda del broker, inicia un ambicioso y alocado proyecto millonario con su colega Donnie Azoff (Jonah Hill, ‘Moneyball’) que les llevará a los destinos más bizarros, pornográficos y drogadictos del universo.
Cada hora del film de Scorsese, tres en total, responde a una parte del tríptico: la euforia, el descontrol y las consecuencias. Y cuanto más depravado, oscuro y patético se vuelve todo, más risa genera. Una risa basta, grosera e hipócrita. Pero risa. ‘El lobo de Wall Street’ es lo que pasa cuando Martin Scorsese dirige ‘Resacón en Las Vegas’ (Todd Phillips, 2009) sin censuras morales; ‘Blue Jasmine’ (Woody Allen, 2013) con mala leche; y ‘La vida de Brian’ (Terry Jones, 1979) de la crisis financiera.

DiCaprio y Hill forman una pareja brutal, inmensos sobre el escenario, dueños de una verborrea hipnótica y de una facilidad innata para caernos bien. Encarnan con maestría esa jodida broma que es el sueño americano: ser inmensamente rico a costa de los sueños de los demás. Provocan asco y admiración, la gran contradicción que habita en lo alto de la pirámide moderna.

La película de Scorsese es una gozada cinematográfica. Y un serio bofetón a toda moral y ética que crean guardar en el cajón de los calcetines. Bravo, Martin.

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