Philip Seymour Hoffman, el otro

A veces los ojos toman sus propias decisiones. Es el poder del carisma, supongo, el hechizo que producen en el ser humano ciertas cosas colocadas aleatoriamente en el universo: una rama retorcida en un bosque de esbeltos pinos verdes, un mancha de vino en una impoluta camisa blanca o una carcajada sonora en un coro de serios y sesudos filósofos. Philip Seymour Hoffman es uno de esos fenómenos magnéticos que, colocados en segundo plano, roban toda la atención al protagonista. O, al menos, lo fue.

Es demasiado triste ver cómo la droga o cualquier otra adicción corrosiva fulmina la vida con tanta sencillez. Y más cuando se trata de alguien que, a todas luces, atesoraba un exitoso porvenir. Porque, qué demonios, ¡era joven! 46 años. Él cumplía el perfil del intérprete forjado para actuar hasta los cien años, mejorando con el tiempo, como Christopher Plummer, Ian McKellen o Frank Langella. Pero no. Se quedará en ese limbo reservado para los hijos malditos de Hollywood.

Las productoras se rifaron a Hoffman en lo comercial y en lo intelectual, pasando de encarnar a un villano formidable en ‘Misión Imposible III’ al profundo logro de ‘Capote’. El domingo por la noche me puse a repasar su filmografía y, sin ayuda del buscador, la película más antigua que recordaba de él fueron ‘Patch Adams’ (1998) y ‘El gran Lebowski’ (1998). Una vez que empecé a repasar la lista de sus trabajos descubrí que ha sido, por derecho, uno de los mejores actores de reparto de la década -quizás más-. Y lo fue porque su papel es más memorable que el de los protagonistas que le acompañan.

Siento que Philip Seymour Hoffman (qué nombre tan teatral, ¿verdad? Parece escrito adrede) haya muerto. Y siento que la droga siga siendo tendencia en las habitaciones de hotel de la fama y la fortuna. Ese maldito pacto al que, ahora, parecía hacer referencia en ‘La duda’ (2008): «¿Por qué tiene cara de haber visto al diablo?»

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