Dos amigos, entradas en mano, miran los carteles que decoran la fachada del cine. Por la naturalidad de sus movimientos, se diría que es algo habitual, que les gusta plantarse en la puerta, antes de entrar a su película, y construir una agenda mental de lo que verán en las próximas semanas. La quietud del gesto se para en cuanto uno de ellos le propina un codazo cómplice al otro y le dice con voz lastimera: “mira, otro remake”.
El primero, con la cara cargada de un gesto de incomprensión, mira a todas partes pero no encuentra la película. Busca y rebusca, pero no encuentra nada. Ningún remake. Extrañado -y sin bajar la cabeza los carteles-, pregunta: “tío, ¿a qué te refieres?” El otro, con sincera extrañeza, se ríe con burla y señala el cartel: “macho, un poco más y te come”.
La película es ‘Blade Runner’. Y, claro, no se trata de un ‘remake’, se trata del reestreno de la versión del director. O sea. Que es, más o menos, la misma película de 1982 pero con ciertos retoques. Perdón: el mismo peliculón de 1982 pero con ciertos retoques que ya conocemos. ¿Existe novedad, entonces? No. Ni falta que hace. Poder ir al cine a ver ‘Blade Runner’ es un regalo de por sí. Y es una alegría que se reestrenen películas que todo el mundo debería ver, al menos, una vez en la vida. A poder ser, en el cine.
Lo curioso es que el tipo que estaba convencido de que se trataba de un ‘remake’ le dijo al otro: “¿Y qué diferencia un reestreno de un remake? Total, es la misma película vendida de otra manera”. Ambos ríen un momento y, por fin, el otro responde: “La diferencia, amigo, es que los remakes suelen faltar al respeto y estropean los mitos. Los reestrenos son todo lo contrario”.